Lo pensé y lo dije muchas veces: trabajar con mujeres es complicado. Y es más, sostuve que prefería los hombres, porque soy más como ellos, más simple, cero “minita”. Porque, entendía, que los hombres son menos problemáticos, se pelean y a los dos minutos se están riendo sin rencores.
Al contrario, definía a las mujeres como “yeguas”, competitivas, que están midiendo, criticando por detrás, falsas y egoístas para evitar que las superes.
Pero, y como ese pero que invalida todo enunciado anterior, la experiencia se encargó de darme una cachetada.
Todo aquello que arrastraba como prejuicio lo ví más en hombres que en mujeres, pero no por ponerse en en rol de “poder femenimo” (o “girl power”), sino de arranque por una razón muy sencilla: nos superan en los cupos laborales.
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En mis trabajos me encontré con mujeres abiertas, dispuestas a enseñar lo que saben, a transmitir su experiencia y confesar sus errores. Quién mejor que una mujer para aconsejarte cómo sobrevivir en un mundo hostil y lleno de prejuicios.
Las mujeres todavía estamos aprendiendo que no estamos solo para cebar mates, traer a alegría a la oficina y dar mejor imagen en las empresas.
Todos los días nos convencemos que nuestra palabra vale igual que la de un hombre y que podemos ponernos una pollera corta cuando hace calor sin que piensen que es para conquistar a un jefe.
Con muchas nos miramos con desconfianza de arranque, hasta que nos supimos compañeras. Lo que pensaba que era “medirse”, en realidad se trataba de salir de los moldes que nos habían impuesto.
Como en todo, hay algunas que todavía no entendieron el camino. Que todavía se alarman cuando se enteran que “empieza una nueva”. Pero es generacional. Es difícil cambiar la perspectiva con la que conviviste toda una vida.
Desde chicas nos enseñaron a ser rivales, pero hoy aprendimos a ser amigas o, como mínimo, compañeras.