Es posible que el afecto popular a la corona se atenúe velozmente. El discreto encanto de Isabel II ya no recorre los aposentos de Buckingham y Balmoral. Cuando el clima emocional de los funerales haya pasado, el rey deberá valerse por sí mismo para conquistar la legitimidad que hoy le da la sobria y apreciada imagen de su madre.
Cuando la figura de “la abuela de todos” haya quedado en un capítulo de la historia, la atención empezará a concentrarse en el presente. Y el presente tiene en el trono a un hombre en cuya imagen pocos quieren verse reflejados.
En el imaginario del pueblo británico, Isabel no sólo había heredado el trono de su padre, sino también la decencia, la entrega y la dignidad que irradiaba Jorge VI. Eso veía la mayor parte de la sociedad desde que Isabel era una reina jovencita.
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La tristeza de Diana Spencer y su trágico final en París mostraron el lado gélido de la reina que, tras el divorcio, le había quitado a Lady Di el tratamiento nobiliario que le correspondía como madre de un príncipe heredero. Pero Isabel II logró superar aquella tempestad, recuperando la imagen que los británicos querían ver en ella para verse reflejados.
El niño tímido y taciturno que está en el pasado remoto de Carlos III no afecta negativamente su imagen. Pero si la afecta el tiempo en que los sirvientes tenían que padecer sus insoportables caprichos aristocráticos. Todo lo que fueron describiendo exempleados del por entonces príncipe de Gales, parece mostrar síntomas de un tipo de Trastorno Obsesivo Compulsivo (TOC) con rasgos de supremacismo social. Como si fuese indigno tocar muchos de los objetos que rodean a las personas en la vida diaria, y por tanto una tarea a realizar por gente cuya vida valiera menos.
Esas taras se vieron también en su desaprensivo destrato hacia la madre de sus hijos y, posiblemente, irán apareciendo de ahora en más como un goteo que horadará una imagen con más opacidades que brillos.
La sorpresa sería que Carlos y su esposa Camila Parker Boules puedan seducir a los británicos como desde algunos años lo hacen Guillermo y su espléndida esposa Kate Midletton. No son pocos los que esperaban, sin demasiada expectativa, que Carlos admitiera que la juventud y la personalidad de su hijo mayor y su nuera resultan más vivificantes para la corona y más atractivas para los británicos, que su personalidad y la de su esposa.
Tampoco deben ser pocos en el Parlamento, el funcionariado y la clase dirigente en general que, con sutileza pero también constancia, procurarán que el de Carlos III sea un reinado de transición de pocos años.
En las monarquías parlamentarias, o sea en las democracias, los reyes y reinas no gobiernan pero deben aportar prestigio y estabilidad al Estado.
En España, la dirigencia desplazó rápidamente a Juan Carlos de Borbón y entronizó a Felipe VI, cuando la decrepitud mental y moral del monarca acentuó el ya evidente contraste con la vigorosa imagen de su hijo. No hay rasgos de ese tipo de decrepitud en el flamante rey británico. Pero el contraste con la imagen del nuevo príncipe de Gales es grande.
Guillermo muestra una personalidad dotada de equilibrio y capacidad que su padre no pudo mostrar. Al contraste lo acentúa ser el hijo de la popular Lady Di, la princesa cuya “tristeza” era causada por el nuevo rey. A eso se suma la buena imagen de Kate Midletton y la antipatía que siempre generará Parker Bowles por haber sido la amante que causaba el sufrimiento de “la princesa triste”.
La diferencia es lo suficientemente grande como para que, quienes quieran mantener fuerte la monarquía británica, procuren convencer al nuevo rey de la conveniencia de abdicar a favor de su hijo.
No será mañana ni pasado, pero puede ocurrir dentro de pocos años, si así lo aconsejan las encuestas.