Las restricciones excesivas, esas que, lo sabemos ahora, resultaron exageradas, innecesarias o directamente contraproducentes, fueron un rasgo distintivo de la pandemia del Covid-19. Arrebatos autoritarios que gobiernos varios, incluidos algunos de sociedades de larga tradición democrática, iban copiando frenéticamente, en un clima de histeria que, en un inicio, podría haber resultado hasta cierto punto comprensible.
En la Argentina tuvimos, por citar un par de ejemplos, tres meses de prohibición de salir a las calles a caminar o correr, ocho meses sin un vuelo comercial, fronteras interiores por todos lados y todo 2020 y largos meses de 2021 sin clases presenciales.
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Con el tiempo, a medida que había mucha más información disponible, se avanzaba con la vacunación y la situación sanitaria iba quedando bajo control, muchas de esas restricciones se dieron de baja. Otras perduran, con el apoyo de sectores que parecen extrañar la etapa en la que reinaba la alarma y el Estado suprimía derechos como nunca se había visto en décadas.
La exigencia de volver a clase con barbijos parece un vestigio de aquella etapa. Cada vez más países europeos y estados norteamericanos levantan la obligatoriedad de usarlos en todo tipo de lugares cerrados. En rigor, algunos nunca la impusieron.
Y en donde esa exigencia permanece, está siendo sometida a crecientes cuestionamientos. En España, esta semana, la Asociación de Pediatría pidió que se quiten los tapabocas de las aulas. Entre otros argumentos, la entidad profesional mencionó una comparación de las infecciones en el último año del nivel inicial (nuestra “salita de 5”), donde los chicos no usan barbijo, con las del primer grado, donde los alumnos sí lo usan: la conclusión fue que la tasa de contagios era similar en uno y otro caso.
Sobre los perjuicios que provoca en los niños la obligación de llevar cubierto más de la mitad de su rostro se ha dicho y escrito mucho más. Como sintetizan los integrantes del colectivo Padres Organizados en su carta modelo para rechazar el uso del barbijo a partir de cuarto grado en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (allá, para los cursos inferiores no regirá esta exigencia): “El tapaboca no sólo representa un obstáculo para la comunicación verbal y no verbal, sino que dificulta el proceso de aprendizaje, especialmente en las habilidades de lecto-comprensión. También significa para los chicos un recordatorio permanente de la amenaza de una enfermedad y, por lo tanto, una sobrecarga para su psiquis en una etapa clave de su desarrollo emocional (esta situación ha generado un aumento notable de cuadros de ansiedad y angustia en niños y adolescentes, advertida por muchos profesionales de la salud mental). El daño en su desarrollo social, el impacto negativo en lo emocional, las trabas que impone en el aprendizaje resultan evidentes.”
Las autoridades de Córdoba anunciaron que en las escuelas de la Provincia se mantendrá esta exigencia. Un criterio alineado con el protocolo recomendado por la Nación junto a representantes de todos los distritos. La evidencia disponible hoy sobre la ínfima peligrosidad del Covid-19 en niños, menor incluso que la de las enfermedades respiratorias tradicionales, y sobre el daño causado a esa población con las imposiciones tomadas durante la pandemia, hacen que parezca una política desactualizada, fuera de época. Una medida que atrasa.