Es “un experimento nazi”, dijo Miguel Angel Solá sobre los realities shows. En rigor, todos los totalitarismos convirtieron a las personas en seres observados en su intimidad. Por eso el tercer reality show de este género iniciado en Holanda durante los años noventa, llevó como nombre la metáfora que George Orwell usó para describir al totalitarismo en su novela 1984: “The Big Brother” (El Gran Hermano).
También el guionista y director alemán Florian Henckel Von Donnersmarck, en Das Leben der Anderen (La vida de los otros), usó la imagen de la persona observada en su intimidad para señalar la esencia del totalitarismo. Una magistral película que describió el ojo de la Stasi (policía política) sobre los habitantes de la RDA (Alemania comunista).
Igual que en todos los países donde la televisión hace este tipo de programas, en la Argentina de estos días un océano de gente sigue todo lo que dicen y hacen las personas encerradas en una casa plagada de cámaras y micrófonos.
La crítica más común de quienes cuestionan este género es que no tiene sentido ver como se aburre esa gente en el encierro voluntario que aceptaron en busca de fama y un poco de dinero.
Por cierto, es una señal de indignidad sacrificar la intimidad en el altar de la “fama”. No parece digno satisfacer a una sociedad voyerista, siguiendo la oscura regla establecida por los medios: “existís” si te ven y te miran; si no te miran ni te ven, “no existís”.
En todo caso, resulta claro que la indignidad no está sólo en quien busca la fama al precio de entregar su intimidad a la curiosidad morbosa del colectivo, sino también en ese colectivo voyerista que espía por la cerradura.
Pero criticar el reality show como el vicio de observar a gente que se aburre encerrada, carece de profundidad. En rigor, lo que muestra esa vida cotidiana en el encierro es interesante. Muy interesante. Muestra una nueva forma de “selva” en la que un puñado de personas desconectadas del mundo exterior, compiten casi a ciegas por vencer a los demás.
Como en las grandes novelas que sondean las profundidades de la condición humana, los realities muestran que son menos los que mantienen la nobleza, y son más los que se envilecen para imponerse sobre los demás. En el encierro, se produce paulatinamente el envilecimiento. Los cautivos tienden a dejar aflorar sus costados miserables, recurriendo al cálculo, la especulación, incluso la traición, para sobrevivir en esa selva con forma de casa.
Obras imponentes de la literatura, como “El señor de las moscas”, de William Golding; o “Ensayo sobre la ceguera”, de José Saramago; o “La Carretera”, de Cormac MacCarthy, muestran los distintos tipos de junglas en los que el ser humano se degrada por sobrevivir, a costa de los otros. También la pintura, con obras como “La balsa de la Medusa”, de Theodore Géricault, retrató las situaciones en las que el hombre se vuelve lobo del hombre, según la imagen de Hobbes.
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Sin crímenes ni canibalismo, encerrar personas en una casa con cámaras y micrófonos mostrándolas todo el tiempo, tiene algo en común con las situaciones límites en las que la mayoría se degrada y una minoría redime a la especie humana.
Que los enclaustrados hayan dado consentimiento, incluso felices porque podrán avanzar hacia la fama y además ganar dinero, no le quita gravedad. Atravesarán una situación límite. El tiempo de encierro va convirtiendo la casa en una selva psicológica. Sobrevivir en ella produce envilecimientos y también muestra grandeza.
Afuera observa la masa, también envilecida. Contemplan un experimento con humanos. Como todo experimento, observarlo es interesante. Se ven tácticas y estrategias, lealtades y ruindades, afectos y traiciones, verdades y mentiras. Descalificar por “aburrido” lo que transcurre en el cautiverio televisado, es elegir la descalificación equivocada.
No es aburrido. Quedarse en el tedio de esas horas vacías, es quedarse en la superficie.
La observación de ese tedio, con sus proezas y emboscadas, con sus riquezas y miserias, hasta puede ser apasionante. Pero eso no lo hace menos grave.
Se trata de un experimento con humanos. Los que observan “la vida de los otros” no son agentes de la Stasi ni del KGB, sino océanos de gente. Unos pocos dilucidan tácticas y estrategias, la mayoría husmea con deplorable voyerismo esas intimidades expuestas en el altar del rating, para “existir”.
Es un experimento con humanos y, como tal, no es divertido ni aburrido, sino monstruoso.