“Que se vayan todos, que no quede ni uno solo”. Tronaban las voces en las calles, las cacerolas en los balcones. Reclamaban el fin de los privilegios de los dirigentes. Todo tenía que cambiar.
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Como en El gatopardo, eso pareció. Renunció el gobierno cercado por la oposición y por sus propias torpezas. Tuvimos récord de presidentes en un corto tiempo. Abjuramos del pago de la deuda externa, intentamos crear una nueva moneda paralela al peso hasta que asumió por un plazo más o menos extenso un mandatario que no surgió de elecciones populares y en los comicios siguientes se presentaron con chances cinco candidatos atomizados. Todo cambiaba. Parecía cambiar.
Hasta que la tozudez de Carlos Menem de insistir con su figura repudiada erigió un nuevo líder, Néstor Kirchner. Entonces, los ahuyentados por el “que se vayan todos” encontraron un nuevo cobijo bajo nuevos disfraces.
Veinte años después, con la excepción de algunos dirigentes jóvenes surgidos del natural devenir biológico, están los mismos. Los que mandaban y los que se oponían se reciclaron para que todo siga como estaba, como en El gatopardo. Los privilegios de la clase dirigente no sólo no retrocedieron, sino que continuaron su paso firme.
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A partir de 2001 asistimos entonces a la derrota de los comités, de las unidades básicas, de los recintos donde se discutían los modos y estrategias con los que Argentina se convertiría en un país mejor. A cambio, fuimos consolidando el gerenciamiento político. Los partidos se convirtieron decididamente en maquinarias electorales cuyo fin era obtener la licitación temporaria del estado.
Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie.
Hizo falta de líderes que, a izquierda y derecha entendieran el fenómeno, que asumieran y ejecutaran, como en El gatopardo, eso de que la facultad de engañarse a sí mismos es un requisito esencial para guiar a los demás.