Que un policía dispare a quemarropa sobre un adolescente de ascendencia magrebí, que no tiene arma ni lo está amenazando de ningún modo ni acaba de cometer delito alguno, es un crimen inaceptable de la brutalidad policial.
Que el adolescente muera por esos disparos absurdos explica que se produzca una ola de furia en las calles de las ciudades francesas. Pero la duración en el tiempo y los niveles de destrucción causados por los enfrentamientos entre policías antimotines y jóvenes que protestan contra la represión racista, parece señalar el síntoma de una patología profunda.
La protesta social está en la genética cultural de Francia. Si bien la revolución que los ingleses denominaron "Gloriosa" y derribó a Jacobo II, el último rey católico y también el último monarca absolutista, ocurrió en 1688, o sea un ciento un años antes que la Revolución Francesa, la caída del absolutismo galo con La Toma de la Bastilla es la más paradigmática las revoluciones europeas de los siglos 17 y 18, porque fue la primera en la que las masas tuvieron un rol protagónico.
En toda Europa la juventud se volvió contestataria en la efervescente década del sesenta del siglo pasado, pero los galos tuvieron el Mayo Francés, que en 1968 proclamó "la imaginación al poder" en el levantamiento de los estudiantes contra el conservadurismo imperante en el sistema educativo.
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Aquellas barricadas ardientes que los alumnos de la Sorbona levantaron en el Barrio Latino y, al sumarse los obreros de Renault, se expandieron a otras ciudades del país, derribaron al primer ministro Pompidou (aunque un año más tarde ganó la presidencia) y marcaron el crepúsculo del poder del general De Gaulle.
En 1981, saltó en Lyon la chispa de las protestas que también tuvieron barricadas ardientes y automóviles incendiados. Las rebeliones juveniles se repitieron y en 1983 se hablaba de "revuelta juvenil urbana".
Barricadas y autos y locales comerciales en llamas fueron postales que colmaron las dos últimas décadas del siglo 20 y la primera del siglo en curso. Los jóvenes hacían arder como antorchas todo aquello que no podían tener. Esa fue la marca de las revueltas del ochenta y del noventa, así como también las de la primera década del siglo 21. Eran los hijos de la inmigración magrebí, que habían nacido en Francia y habitaban las ciudades satélites, verdaderos guetos que rodean los grandes centros urbanos.
Esos jóvenes que no pertenecen a la cultura nor-africana y musulmana de sus padres argelinos, tunecinos y marroquíes, pero tampoco pertenecen a la cultura del país donde nacieron y crecen sintiéndose marginados. Generaciones que fracasan en el sistema educativo y también en el mercado laboral, van fermentando lógicos resentimientos contra los estratos medios y altos de una sociedad que los mira con desprecio y trata con ellas a través de fuerzas policiales.
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Se sienten víctimas del origen geográfico, social y cultural de sus familias y también del racismo que fermenta en las sociedades europeas que, si bien necesitan inmigrantes, procuran no convivir con ellos.
A la "Marcha por la Igualdad y contra el Racismo", de 1983, el presidente socialista Francois Mitterrand le respondió con planes para incorporarlos al sistema laboral. Pero gobiernos conservadores posteriores los fueron dejando sin efecto y durante la presidencia de Nicolás Sarkozy se promulgaron leyes represivas.
Los jóvenes que no pertenecen a la cultura de sus padres ni pudieron ingresar a la cultura gala, acrecentaron su sentimiento de no pertenencia. Por eso, chispa que hace saltar la represión con sintomatología racista, genera incendios sociales que tardan demasiado en apagarse.
En el 2005, la chispa saltó cuando murieron electrocutados dos muchachos, uno proveniente de Mali y otro de Túnez, que huyendo de la policía se escondieron en transformador. Las barricadas de posteriores protestas se multiplicaron cuando Sarkozy calificó a los manifestantes de “escoria social”.
Eso es precisamente lo que sienten ser los jóvenes que quedan cultural y socialmente desapareados.