La degradación con deshonra y represalias sobre su familia, o la pastilla de cianuro. Esa opción le dio Hitler al Feldmariscal Rommel por haber sido parte de un complot para asesinarlo.
Al régimen nazi no le servía ejecutar a un héroe nacional como el “Zorro del Desierto”. Ese brillante estratega que había combatido contra el desembarco aliado en Normandía y comandado el Afrika Korps en el norte de Africa, era útil para la propaganda nazi y lo mejor era ocultar su “traición” al Führer. Cuando lo pusieron frente a semejante opción, entendió que si elegía seguir vivo, su familia pagaría las consecuencias mientras los nazis imperasen en Alemania. Por eso eligió el suicidio que Hitler hizo disfrazar de muerte accidental.
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Bajo amenaza contra familiares, Stalin hacía que los dirigentes comunistas que él purgaba se auto-inculpasen de horribles traiciones o crímenes deleznables, para que queden justificadas sus ejecuciones. Posiblemente, lo mismo hizo Fidel Castro con Arnaldo Ochoa.
El general Ochoa había combatido heroicamente contra Batista en la columna que comandaba Camilo Cienfuegos. Y en la década del ´80 fue condecorado como Héroe Nacional cubano por sus acciones de combate en Angola y en la guerra de Ogaden, que enfrentó en 1977 a Etiopía, apoyada por la URSS y Cuba, con Somalia, apoyada por Estados Unidos. Pero cuando quedaron a la vista las relaciones del régimen cubano con el cartel de Medellín, le hicieron cargar a ese prestigioso militar la totalidad de la culpa. Es difícil creer que semejante asociación haya existido sin que se entere Fidel Castro. Precisamente por eso había que sobreactuar el juicio y el castigo.
Al modo estaliniano, Arnaldo Ochoa se auto-inculpó públicamente durante el juicio y cerró su alegato final diciendo “he cometido una terrible traición y eso se paga con la vida”. Después de eso, lo ejecutaron. Y no es descabellado pensar que esa forma de suicidio que es el reclamo de la propia muerte justificando a sus verdugos, se haya logrado bajo amenazas de dolorosas represalias sobre la familia.
Es un modum operandi de regímenes totalitarios. Y también es un modum operandi de muchas mafias y otros poderes oscuros cuando necesitan cometer crímenes que no les puedan ser adjudicados.
El asesinato inducido acabó con la vida de mucha gente que optó por suicidarse porque de no hacerlo serían asesinados sus hijos, padres u otros seres queridos. En esos casos hay suicidio pero también hay asesinato. Por eso en ciertas muertes, lo crucial no es quién apretó el gatillo, sino por qué lo hizo.
Quizá no se pueda descartar que Alberto Nisman gatilló el arma que le causó la muerte. Lo descabellado es la teoría del “por qué” lucubrada en las cercanías de Cristina Kirchner. Según esa versión, creída totalmente por la militancia kirchnerista, el fiscal que estaba a horas de presentar una denuncia gravísima contra la entonces presidenta, se mató porque repentinamente descubrió que su acusación no tenía pies ni cabeza y eso lo hundió en una depresión suicida.
Una versión absurda o, por lo menos, menos razonable como hipótesis que sospechar de una amenaza que obligó a Nisman a matarse. Por ejemplo, la amenaza de que, si amanecía vivo, secuestrarían y asesinarían a sus hijas o su madre o algún otro familiar o ser querido del fiscal que investigó el pacto con Irán.
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Sin embargo, un sector de la prensa y la política plantea la hipótesis del suicidio como si, de ese modo, quedara totalmente descartada la hipótesis del crimen. A los defensores de esta teoría que culpa a Nisman de su propia muerte, les viene bien que quienes opinan lo contrario se aferren a la hipótesis (posiblemente acertada) de que otra mano jaló el gatillo que mató al fiscal. En esta vereda, nadie parece tener en cuenta que, aunque el propio Nisman haya disparado el arma, lo más probable es que haya sido un crimen mediante amenazas que lo obligaron al suicidio.
Lo verdaderamente grave de lo que dijo Alberto Fernández en el programa A Dos Voces, de TN, no es que haya amenazado de muerte al fiscal Luciani. Lo verdaderamente grave es que el presidente haya dado por hecho, no como posible, que Nisman se suicidó, y que se haya referido al hecho como lo hacen todos los que defienden esa tesis en la vereda kirchnerista: desvinculándolo de un posible crimen.
Lo que esbozó el mandatario y es gravísimo, es la tesis del suicidio planteada en sentido de que no hay otro culpable de esa muerte que la propia víctima. Como si no existiera el crimen por inducción al suicidio. Como si la historia no estuviera plaga de muertes en las cuales la víctima fue obligada a ejecutar su asesinato, porque de no hacerlo cosas terribles acontecerían.
En lugar de señalar eso como lo más grave, entre todas las cosas graves que dijo el presidente en la entrevista aludida, la oposición y la crítica mediática se empeñó en acusarlo de algo que no ocurrió.
La oposición consideró que Alberto Fernández hizo una velada amenaza de muerte al fiscal Luciani. Afirmar que Nisman se suicidó y decir que esperaba que Luciani no haga lo mismo, suena como amenaza mafiosa.
No obstante, si se escucha atentamente la frase entera y se tiene en cuenta que no la llevaba preparada sino que fue una respuesta mal balbuceada a una pregunta que lo ponía frente al tema, parece claro que el presidente no tiene intención de proferir amenaza de muerte al fiscal que pidió doce años de prisión para la vicepresidenta.
Por negligencia dijo algo controversial, un estropicio retórico, pero no parece tener la intención que se le asigna y por la cual un sector opositor llegó al extremo de promover juicio político, iniciativa que podría convertir en presidenta a Cristina Kirchner.
Otro error de la oposición, que resaltó lo que menos sentido tenía resaltar en el cúmulo de argumentaciones negligentes y oscuras del presidente.