Afortunadamente, las democracias republicanas del siglo XXI dejan poco lugar para los intentos enfermizos del pasado, es decir, por más fuerte que sea un presidente, la república no está a merced de sus caprichos. En cualquier caso, es una constante negociación entre lo que el mandatario quiere y lo que puede hacer.
Estoy convencido, por ejemplo, de que el muro de Trump es un evento propagandístico con el que paga los votos del norteamericano medio, antes que una herramienta de política migratoria. Es más, año a año, la economía de Estados Unidos demanda decenas de miles de puestos de trabajo que sólo están dispuestos a hacer los mexicanos, hondureños, dominicanos o guatemaltecos. De una u otra manera, ilegales o no, entrarán, porque los necesitan.
Quiero decir que Bolsonaro gobernará un país con parlamento, con jueces dispuestos a ejercer su poder, miembro del Mercosur, que tiene relaciones económicas intensas con Estados Unidos y la Comunidad Europea, por lo que resulta improbable que se convierta en un dictador.
Latinoamérica sigue siendo el subcontinente más injusto del planeta.
+ MIRÁ MÁS: La ley, cuando conviene
Otra visión relativamente ligera es atribuir la victoria de Bolsonaro a los desaguisados de Lula y Dilma Rousseff. En efecto, buena parte de la sociedad brasilera (me animo a decir sudamericana) ha manifestado cierto hartazgo por el relato fantástico del populismo nacional. Pero eso explicaría la derrota de Haddad y no el ascenso de Bolsonaro. Podría haber ganado un representante del liberalismo económico y hasta la social democracia, pero ganó un extremista de la derecha nacionalista.
Arriesgo una hipótesis. Latinoamérica sigue siendo el subcontinente más injusto del planeta. Con excepciones como Chille, Costa Rica y Uruguay, número más, número menos, el 30% de sus habitantes está sumergido en la pobreza, millones de personas carecen de agua potable y su expectativa de vida no supera la de los países más sumergidos, mientras grupos de ricos muy ricos viven como en Mónaco o Luxemburgo.
Los latinoamericanos hemos probado líderes político/espirituales surgidos de las urnas, dictaduras criminales, socialdemócratas, presidentes frívolos sin ideología, derechas conservadoras, izquierdas revolucionarias, populismos corruptos de distinto signo. Nada parece haber funcionado. Es lógico que los votantes sientan la desesperación y se ciñan con fuerza a un tronco que no conocen demasiado y que, quizás, pueda salvarlos del naufragio.
+ MIRÁ MÁS: La camiseta del Papa
Bolsonaro representa sólo eso. Un intento más de la gente, en este caso los brasileños, por salir de pobres de una buena vez. Pero la desesperación no es buena consejera y los mesías salvadores sólo existen en los libros de ficción. No hay otro camino que acuerdos políticos amplios, explícitos o implícitos, y políticas de estado a largo plazo. Sólo las democracias republicanas, plurales, participativas, parlamentarias, con la más auténtica libertad de prensa y jueces independientes, han sacado a los países de la miseria y han logrado mínimos estándares de justicia social. Al menos eso nos ha enseñado la historia. Cualquier otro intento se parece mucho a una aventura.