Igual que posteriormente la Shoa, el genocidio de 1915 había empezado con un goteo de matanzas a finales del siglo XIX. La historia las llama “masacres hamidianas” porque fueron perpetradas por órdenes del sultán Abdul Hamid II.
En los últimos años decimonónicos, fueron aplastadas con matanzas las protestas de los armenios de Mezifrón y Kokat, porque reclamaban reformas en el Imperio Otomano. Las matanzas para sofocar el reformismo armenio se fueron multiplicando hasta superar las 300 mil víctimas.
Ese antecedente debió encender las alarmas del mundo cuando, el 24 de abril de 1915, el régimen ultranacionalista imperante se lanzó a la caza de intelectuales, artistas y activistas armenios en todos los rincones de Anatolia. El desprecio étnico había engendrado proyectos de culturización forzosa como el “panturanismo”, que puso en la mira a la cultura armenia, además de otras minorías cristianas como los asirios y los griegos.
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Igual que los judíos en Europa Central, los armenios de Anatolia sobresalían por su riqueza cultural y por su presencia destacada en las ciencias y el arte, lo que acrecentaba el odio de los “panturanistas”, adeptos al nacionalismo turco criminalmente enemigo de la diversidad cultural.
El nazismo fue, en Alemania, un reflejo posterior de lo que había ocurrido en Turquía. El genocidio armenio se perpetró tras la pantalla de la Primera Guerra Mundial y el exterminio de los judíos en Alemania y Europa Central tuvo como pantalla a la Segunda Guerra Mundial.
Al genocidio armenio lo cometió un régimen de partido único, el del Comité Unión y Progreso (la organización política de los llamados Jóvenes Turcos) y al de los judíos también lo cometió un régimen totalitario basado en una sola fuerza política: el Partido Nacional Socialista de los Obreros Alemanes.
En Turquía, a las persecuciones, linchamientos y deportaciones las llevaban a cabo unidades especiales como los Hamidiye y los Teshkilati Mahsusa; mientras que en Alemania fueron las Shutzstaffel, más conocidas como SS.
El panturanismo y el supremacismo ario tuvieron en común la exaltación de la raza y el desprecio y demonización de minorías, a las que se consideró impurezas que debían ser eliminadas para alcanzar la purificación racial. Y los ideólogos turcos del exterminio “purificador”, como Talat Pashá, tuvieron su versión alemana.
Pero hay una diferencia crucial: la Alemania que se levantó entre sus escombros tras la Segunda Guerra Mundial, asumió el Holocausto judío y los demás crímenes del nazismo, mientras que en la segunda década del siglo 21, sin haber perdido una guerra y sin que hubiere presiones internacionales que se lo reclamen, el gobierno encabezado por Angela Merkel reconoció el genocidio de los hereros cometido en 1904 en Namibia, cuando ese país sudoccidental africano era colonia alemana.
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En cambio la Turquía que se levantó entre los escombros del Imperio Otomano tras su derrota en la Primera Guerra Mundial nunca admitió el genocidio armenio. Lo negó Atatürk, el padre de la Turquía republicana. También lo negaron los gobiernos ataturkistas que se sucedieron a los largo del siglo XX, y se mantuvieron en el negacionismo los gobiernos nacional-islamistas de Abdulá Gül y Reccep Erdogán.
Al reconocer el Genocidio Armenio el 24 de abril del 2021, el presidente norteamericano Joe Biden confirmaba como rasgo de su administración un giro copernicano y profundo respecto a las políticas de su antecesor.
El año anterior, Donald Trump miró para otro lado cuando Azerbaiyán lanzó su poderoso ejército sobre los armenios de Nagorno Karabaj. En las antípodas de aquella apatía, el presidente demócrata acaba de saldar la deuda moral de su país con uno de los crímenes más atroces de la historia: el exterminio sistemático de armenios perpetrado por el Estado turco en las postrimerías del Imperio Otomano.
Se trata de una decisión cuyos efectos no son puramente simbólicos, porque advierten al déspota azerí Ilham Aliyev y Erdogán, a su protector turco, que una limpieza étnica contra los armenios de Nagorno Karabaj no quedaría impune como quedó el que vació de armenios la región de Najichevan a principios del siglo XX.
El mensaje que Biden intentó dar a Turquía es que ya no podrá imponer el negacionismo que había impuesto a tantas potencias sobre el exterminio de los cristianos de Anatolia.
La decisión de Biden fue un paso difícil por el valor estratégico que tiene para Washington la relación con Ankara. De hecho, cuando en el 2007 el Congreso norteamericano aprobó la resolución 106 admitiendo que las masacres y deportaciones en masa perpetradas contra los armenios constituye un genocidio, el entonces presidente, George W. Bush, cuestionó duramente la decisión del Poder Legislativo argumentando la importancia de Turquía para lidiar con el terrorismo ultra-islamista, con la influencia de regímenes hostiles, como el de los ayatolas iraníes, y con regímenes aliados de Moscú, como el de la familia Al Asad en Siria.
Por entonces, el presidente de Turquía era el moderado Abdullah Gül y el gobierno que tenía a Erdogán como primer ministro aún no había empezado a desestabilizar la OTAN y la relación con Europa y Estados Unidos.
Más tarde comenzó la deriva autoritaria de Erdogán, proceso paralelo a sus acercamientos a Rusia. Por eso, hay preguntas que resultan inevitables. ¿Biden habría reconocido el Genocidio Armenio si el líder turco no llevara años debilitando la relación con los socios occidentales de Turquía? ¿Habría dado la superpotencia occidental este paso histórico y trascendente, si en lugar del sultánico Erdogán desgarrando el vínculo turco-occidental, al país centroasiático lo siguiera liderando el alineado atatürquismo?
Pocas son las certezas que hay sobre las motivaciones de las superpotencias cuando mueven sus fichas en el tablero internacional. Lo que está fuera de dudas es el deber de las naciones que sufrieron exterminios planificados y sistemáticos: luchar contra la amnesia de la humanidad para evitar que esos crímenes queden impunes en la historia.