Al presidente francés no le fue bien en el Mundial de Qatar, pero no porque el equipo de su país terminara perdiendo la final, sino porque él mostró un afán de treparse a un escenario que, siendo un gobernante europeo, debió evitar.
Emmanuel Macron sobreactuó todos sus gestos en la noche de la final. Fue a consolar a Kylian Mbappé y le habló al oído a cada uno de los jugadores que pasó por el podio a recibir la medalla de subcampeón. Ninguno pareció dar importancia al gesto del presidente. Pero eso es lo de menos. Lo grave fue que posara junto a Tamim bin Hamad al Thani y a Giovanni Infantino: el emir del país que compró con suculentos sobornos ser sede del campeonato mundial y el titular de la FIFA, la desprestigiada entidad que aceptó las coimas.
Macron fue a Doha apostando a que Francia ganaría la Copa y él aparecería en la postal más vista en el mundo de esos días, beneficiándose del éxito que obtendrían los jugadores galos.
Fue una apuesta demagógica. Debió enviar al titular de la asociación del fútbol francés para que no aparezca el presidente de Francia junto al monarca que, tras sobornar a la FIFA, sobornó a eurodiputados, incluida la vicepresidenta del Parlamento Europeo, Eva Kaili, para frenar denuncias sobre violaciones a los Derechos Humanos y sobre muertes de miles de trabajadores extranjeros por pésimas condiciones laborales.
Alberto Fernández no estuvo en ese escenario, pero no por tener conciencia de lo que implicaron los sobornos qataríes en este mundial, sino por temor a que, si Argentina perdía la final, él quedara marcado como “mufa”. La peor de las razones para regalarle a Claudio “Chiqui” Tapia el lugar en el escenario más visto del mundo en esas horas.
A esta altura de los tiempos, jugar con la cruel superstición de “jettare” (atribuir a otro un magnetismo funesto), resulta una deplorable prueba de vileza. La abyección de ese estigma fue retratada por el dramaturgo Gregorio de Leferrére a principios del siglo 20 en su obra Jettatore.
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El diputado ultrakirchnerista Rodolfo Tailhade mostró su baja estofa tratando de estigmatizar a Macri, como Kirchner lo había hecho con Menem. Y ni antes ni ahora hubo en el oficialismo y en la oposición alguien que saliera a repudiar ese gesto abyecto.
Finalmente, el estigma que quedó flotando convenció a Alberto Fernández que era preferible no estar en la final del campeonato, porque si la selección argentina perdía, el estigma de mufa azuzado por Tailhade caería sobre él como una peste.
Mejor para los jugadores argentinos, quienes más tarde gambetearon el intento del presidente de llevarlos a la Casa Rosada para sopar en el océano de admiración y popularidad que navegan desde que salieron campeones del mundo.
Lo de Alberto Fernández fue aún más patético que las sobreactuaciones de Macron la noche de la final en Doha.
Con la muerte de Maradona, el presidente había mostrado niveles indecentes de oportunismo político. Era el peor momento de la pandemia. Lo más razonable era pasear el féretro por Buenos Aires, haciendo que la gente que quería dar el último adiós al ídolo se disperse en las calles para disminuir los contagios. Pero el presidente y Cristina Kirchner decidieron exhibir el cadáver en la Casa Rosada, haciendo que miles de personas desfilaran por un recinto cerrado.
Ciertamente todo terminó mal. Con incidentes que interrumpieron lo que se había armado para que el ídolo muerto y su pueblo se encontraran en la Casa Rosada.
Ahora, mientras millones de personas demostraban que pueden movilizarse sin que les paguen ni los carguen en ómnibus para llevarlos a una concentración, el presidente y su equipo lucubraban estratagemas para que los jugadores terminaran en los balcones de la Casa Rosada, a pesar de que no querían ir allí.
De haber pensado sin especulación política, el presidente habría sugerido que saluden a la multitud desde los balcones del Cabildo. En definitiva, el Cabildo, que también está en la Plaza de Mayo, simboliza una histórica gesta colectiva y de sus balcones nadie hace botines políticos, como ocurre con los balcones de la Casa Rosada.
Está claro que al presidente Alberto Fernández no le importaba la mejor fiesta popular, sino la que le resultara más conveniente a él.
Pero Messi y Scaloni lo gambetearon. Y perdió.