"Mirá...Han hecho los hoyos en el mismo lugar donde los hacíamos nosotros... Parate que voy a ver si emboco algunas...".
Era una tarde de invierno en un pequeño baldío cerca de su casa. Él ya era el "Gato", con mayúsculas. Estaba de vacaciones después de una exitosa gira. Yo lo había ido a buscar para que tiráramos unas pelotas para ablandarnos y luego jugar 9 hoyos, como lo habíamos hecho tantas veces antes cuando él se estaba vislumbrando como el gran profesional que fue.
Yo siempre le dije Eduardo y Eduardo se bajó del auto y con la misma ramita en forma de "L" que estaban jugando los chicos, se puso a competir con ellos para embocar alguna pelota en el improvisado green que había sido, en su infancia, su lugar de juego. Y ese juego era, naturalmente el golf, como lo ha sido históricamente para chicos y grandes de todas las edades y clases sociales en Villa Allende.
No me olvido de esa tarde, hoy que mi mente se ha poblado de recuerdos ante su dolorosa muerte.
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Esa y otras tantas anécdotas sirven para retratar la personalidad de un tipo extraordinario, que batalló desde muy chico para llegar a la cima de un deporte donde solo sobresalen los elegidos.
Pero todos hoy hablan de sus logros deportivos, de su capacidad como cuentista empedernido y de su eterna sonrisa y humildad.
Yo les voy a referir otra anécdota que lo pinta de cuerpo entero.
Septiembre de 1989: EnSaint-Nome-La Bretéche, muy cerca de París, se jugaba el Tropheé Lancome, por ese entonces el torneo de golf más importante de Europa después del Open Británico. Lo más granado de la aristocracia del Viejo Continente y otros países se daba cita allí, junto a los mejores profesionales de la época: Severiano Ballesteros, Greg Norman, Bernard Langer, José María Olazábal, y otra extensa lista.
Eduardo Romero había sido invitado porque su excelente swing ya había llamado la atención dentro del Tour Europeo.
Pero para la mayoría, era un desconocido. Desde el primer día estaba segundo detrás del australiano Peter Fowler, pero nadie en los diarios destacaba su actuación . Antes de que comenzara la tercera ronda el diario "L´Sport" publicó un escuálido recuadro donde hablaba de "Romero, l´Indien", Romero El Indio, pero hacía mención a su excelente juego.
Pero el "Indio", se quedó con el torneo, ganándoles por tan solo un golpe al "Chema" Olazábal y Langer. Fue un final electrizante que se definió en el último hoyo.
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Cuando Eduardo embocó su putt final para conseguir la victoria, mi mujer que junto conmigo estaba rodeando el green del 18, salió disparada esquivando a los guardias y se confundió en un abrazo con "El Gato".
Instantes después un periodista de la televisión le preguntaba a Eduardo sobre la emoción que debía haber sentido al ver que su esposa lo había felicitado tan efusivamente.
El tipo se quedó sorprendido con la respuesta: "No, ella no es mi mujer. Yo le llevaba los palos a ésta señora".
Ese gesto espontáneo, sencillo, sincero, deja indeleble la imagen de quién era este querido amigo a quien aún lloro cuando escribo éstas líneas.
En su momento de mayor gloria, triunfando en un torneo que él sabía que iba a catapultarlo a la fama, él no se olvidó de que había sido caddy. Es más, siempre se sintió orgulloso de ello, porque como todos los grandes, nunca se avergonzó de haber nacido en una familia humilde de Villa Allende.
Desde hoy, Eduardo, estás en la historia grande del deporte argentino, pero lo que es mucho más importante aún, entre los cordobeses ilustres.
Hasta siempre, compañero del golf y de la vida.