Había dos razones para pedir perdón. Dicho de otro modo, el Papa tenía que pedir dos perdones. Pero el viaje a Canadá y su encuentro con caciques de las llamadas Primeras Naciones fue tan llamativo que no quedó del todo claro si, a través del actual pontífice, la iglesia católica se disculpaba por los dos crímenes cometidos contra los pueblos indígenas del gigantesco país norteamericano, o unificó en uno sólo de esos crímenes.
Las fotos del papa Francisco luciendo en su cabeza el tocado de plumas que lucen los jefes de las tribus indígenas, captó más atención que la razón profunda del viaje a Canadá y lo eximió de explicar a cuál de los dos crímenes calificó como “error devastador”, porque tal calificación puede valer para uno, pero en modo alguno para el otro.
Lo que está claro es que los representantes de las Primeras Naciones denuncian a la iglesia por haber sido parte de un proceso de asimilación que merece la calificación de “genocidio cultural”, y también porque en los internados que manejó dentro de ese sistema de culturización forzada los sacerdotes cometieron, de manera sistemática, abusos sexuales y maltratos físicos con los niños indígenas que tenían a su cargo.
Aunque esos crímenes no se hubieran cometido, debía pedir perdón por la participación de la iglesia en el “genocidio cultural” perpetrado desde la segunda mitad del siglo XIX hasta la segunda mitad del siglo XX.
El proceso canadiense por el que pidió perdón el Papa, había mostrado su naturaleza desde el principio. En 1883, el entonces primer ministro John McDonald explicó que si “la escuela está en la reserva, el niño vive con sus padres, que son salvajes…y aunque puede aprender a leer y a escribir, sus hábitos, formación y modo de pensar siguen siendo indígenas” por eso “es necesario retirarlos lo más lejos posible de la influencia de sus padres…colocándolos en centros de educación donde puedan adquirir los hábitos y el modo de pensar del hombre blanco”.
En 1920, el ministro de Asuntos Indígenas Campbell Scot ratificó esa política diciendo que “el objetivo es continuar hasta que no quede un solo indio en Canadá que no haya sido asimilado”.
Para alcanzar ese objetivo, se intentó eliminar los gobiernos aborígenes, los tratados firmados entre el gobierno canadiense con autoridades indígenas, y toda entidad legal, política y cultural, mediante el sistema de asimilación forzosa que se ejecutó a través de las escuelas residenciales.
La iglesia católica cumplió un rol protagónico en aquella atrocidad impulsada para homogeneizar la población en base a los valores, modos y costumbres europeas, porque manejó cientos de los internados en los que se recluía a los niños indígenas para separarlos de sus padres.
La separación de las familias tenía como objetivo la desaparición de las culturas ancestrales mediante la asimilación a la cultura del “hombre blanco”.
Se llamaban colegios residenciales y estaban situados a cientos de kilómetros, en muchos casos miles, de las reservas indígenas. Al crimen de la separación familiar y la culturización forzosa, se sumaron los abusos sexuales, tratos tortuosos y asesinatos que perpetraron los sacerdotes en los internados que controlaba la iglesia.
El genocidio cultural se ejecutó separando de sus familias a unos 150 mil niños, de los cuales al menos cuatro mil murieron en los internados religiosos por castigos físicos y otras formas de agresiones.
+ MIRÁ MÁS: El estallido social que puso la atención del mundo en Sri Lanka
No fue la iglesia católica la que denunció lo ocurrido durante un siglo. Aquel intento de eliminar culturas nativas y los abusos sexuales y tormentos aplicados en las escuelas residenciales religiosas, fueron denunciados por el Estado canadiense. Las investigaciones de las comisiones establecidas con tal fin mostraron las miles de muertes violentas, así como los abusos sexuales en esos internados que eran parte del sistema establecido para eliminar la cultura indígena.
El Kamloops Indian Residential School, en la Columbia Británica, fue el más grande de los 139 establecimientos de asimilación establecidos a fines del siglo XIX. Allí se encontraron 215 cadáveres de niños en una fosa común. A ese internado lo gestionó la iglesia católica hasta que el Estado de Ottawa lo intervino en 1969, denunciando el trato cruel a los niños.
Al “genocidio cultural” del que formó parte junto con instituciones anglicanas, la iglesia católica sumó una aberración propia.
En el pedido de perdón que hizo el Papa en Canadá, usó la palabra “error”, término puede tener lógica aplicar sólo a la participación de la iglesia en el sistema de culturización forzosa. Fue evidentemente erróneo creer que era bueno para esos niños alejarlos de sus familias y tribus para formarlos como hombres blancos, si es que de verdad creían eso. Pero los abusos sexuales y los malos tratos no pueden considerarse un “error”, sino una perversión criminal perpetrada de manera intencional.
También en América Latina, durante la conquista y la colonización, la iglesia realizó culturizaciones que incluyeron crímenes. Desde entonces debieron existir los abusos sexuales que recién empezaron a conocerse en los albores de este siglo.
Si con la prensa empoderada por la democracia y el Estado secular, los abusos sexuales aún seguían cometiéndose, está claro que desde la todopoderosa iglesia medieval hasta la influyente iglesia decimonónica, esos crímenes sexuales habrán tenido porcentajes inmensamente superiores de víctimas a las conocidas a partir de que, en los primeros años de este siglo, el diario The Boston Globe develara lo que ocultaba la iglesia de Massachusetts.