Ya sabemos que los magos no hacen magia. Hacen trucos. Suena similar pero no es exactamente lo mismo.
Magia sería que alguien toque en un sombrero y aparezca una paloma, que jamás de los jamases estuvo cerca de ese sombrero. Un truco es la habilidad de alguien al que llamamos mago de hacer que no percibamos que tiene una paloma oculta en algún lado para que aparezca la paloma en un sombrero después de tocarla con la varita.
Por alguna razón, en algún rincón siempre queremos que se haga magia. No trucos. Magia. Que aparezca de la nada eso que tanto necesitamos.
Nos pasa en la vida doméstica, laboral, social y también en lo institucional. Cuanto más grande es la caída, la crisis o la necesidad, más nos aferramos a una solución mágica. Es humano. No está ni bien ni mal. Lo que debemos saber es que en la vida, en los más diversos sentidos, hay muchos más trucos que magia.
Entre crisis, grietas, tragedias y un creciente desánimo colectivo, no es casual que los argentinos esperemos un acto mágico que nos saque de ese tobogán que parece no tener final.
También opera una tendencia al facilismo, al atajo, al saltear etapas.
Elogiable
En ese contexto, aparece la más que interesante experiencia del joven Santiago Maratea, un hábil usuario de redes sociales que se ha volcado a campañas solidarias.
Para que no quede ninguna duda: lo que hace Maratea es plausible, digno de elogios, válido, importante.
Sistematiza las ganas de ayudar de miles de personas, que dispersas no pueden contribuir en pos de una causa común. Saca lo mejor de mucha gente y logra socorrer a quien lo necesita. Aplauso, medalla y beso.
Pero el problema no está en lo que Maratea hace con los argentinos sino en lo que los argentinos quieren hacer con Maratea.
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Del repaso de esas redes que tan bien maneja Santiago surgen consignas mágicas como reemplazar esa coordinación individual de la acción solidaria colectiva por las estructuras y andamiajes institucionales.
El propio Maratea debe sentirse más que incómodo con eso. Que lo pongan en una posición mesiánica, de redentor casi religioso de todos los males causados por los que administran el Estado.
Esa ineficiencia estatal está a la vista. Si no existiera, no haría falta ninguna acción solidaria.
Hay un Estado gigante, costoso y poco efectivo. Un país con una presión fiscal a tono con las naciones más desarrolladas e índices de pobreza de los países más atrasados. Está claro que no funciona. Pero eso no lo reemplaza un individuo, aunque haga trucos o haga magia.
Diferentes destinos
Es que nos podemos adentrar un poco más en la valorable acción de Maratea. Una cosa es recaudar fondos con un fin específico (una intervención compleja a un niño; un medicamento; una prótesis; un pasaje; la inscripción para que un atleta compita) y otra para acciones más difusas como enfrentar el fuego que afecta a millones de hectáreas.
En el primer caso se le entrega lo recaudado al que lo necesita con el propósito determinado, en el otro hay que tomar decisiones sobre la asignación de los recursos. Y para asignar esos recursos hay que conocer la problemática a abordar, el territorio, sus actores, sus necesidades.
Está claro. Eso lo debería hacer el Estado y no lo hace, será la respuesta de buena parte de ustedes leyendo estas líneas. Estamos de acuerdo. Pero no hay posibilidad de que una sola persona conozca la complejidad de todos esos asuntos.
Hay otra dimensión en este fenómeno y tiene que ver con los montos de dinero en juego. 100 millones de pesos es muchísimo dinero. No se puede discutir. Pero es una gota si se analiza el mar de recursos del Estado.
Es cierto que toda gota moja. Es cierto que ese mar se evapora en burocracia, corrupción e ineficiencia. Todo eso es cierto. Penosamente cierto. Pero no deja de ser una gota.
Está bueno que haya cientos de Maratea dispuestos a canalizar la solidaridad de los argentinos. Pero pensar que esa es la solución a nuestros problemas, es resignarnos. Es esperar que salgan palomas de lugares donde no las hay.