En cien días de cubrir notas de remeros que ya no tienen brazos para seguirla remando, ninguna me impactó tanto. Cerró La Perla. Cuando llegamos había una mujer parada en la vereda de Olmos sacando una foto a la carta que dejaron los dueños.
La carta no es el menú. Era un aviso de cierre que terminaba “no será tarea fácil olvidar la música que producía en nuestras almas el murmullo de los clientes a salón lleno”.
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Para miles de cordobeses, La Perla fue la primera salida a comer afuera, la fantasía de un niño ante una milanesa más larga que su brazo, el orgullo de unos padres de llevar a los chicos a cenar, la primera cita de unos novios nuevos, el sentarse un sábado al mediodía con una bolsa de tiendas Los Angeles y otra de Ferniplast.
Cuando no existían Mc Donalds, ni cerveza de autor, La Perla era empacharse con flan mixto y vino de la casa.
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Cuando atravesamos la cocina silenciosa que solo se cerraba en Noche Buena y Año Nuevo, Claudio Echeverría me dijo “ustedes vienen a hacer la nota porque es un lugar icónico de Córdoba, pero hay cientos de perlas que se van cerrando”.
Entramos al salón más grande donde antes funcionaba una ART y también un banco en los 90, y ahí la vi. Llena de polvillo y mamposterías removidas, a la última mesa de mi primer restaurante.