La semana pasada murió un compañero de la escuela. Tuvo un accidente con el auto, una costilla le perforó el intestino, lo cosieron, pero a las semanas la costura cedió y murió por la infección.
Es una tristeza distinta a casi todas las que había sentido. Por el recuerdo del compinche al que pasaba a buscar, con el que nos cargábamos por River y Boca, por la familia que queda sin el hijo, el padre, el esposo y porque es la primera vez que se muere un compañero de escuela.
Curiosamente hace poco habíamos estado whasapeando en otro grupo de amigos del recuerdo, preguntándonos en broma quién de nosotros partiría primero. “Porque ya empezamos a estar en edad”, dijo uno.
Y ocurrió. El Negro Ipérico ya no está con nosotros y su muerte, además del dolor profundo, me genera varias preguntas.
Cuando ya no puedo esquivarle a pensar cuándo me va a tocar a mí, empiezan a clavarse como flechas las imágenes del pasado y algunas frases sueltas a las que nunca les presté mucha atención y ahora suenan a verdades bíblicas, como esa de Ringo Bonavena: “La experiencia es el peine que te dan cuando te quedás pelado”.
¿Por qué me apuré tanto a vivir? ¿Qué urgencia tenía la vida que me mandaba a no reparar nunca en que cada momento también valía la pena? ¿Por qué en ese afán de construir un futuro, de tener cosas, de acumularlas, uno anda ciego y rápido, como si la vida fuese infinita?.
Ahora, pelado y con el peine en la mano, siento que quizás no debería haberme esforzado en tener mucho porque lo que sigue es laburar para mantenerlo y entonces tampoco se puede frenar. Si trabajé con tanta velocidad para comprar un auto, un televisor lindo, una heladera grande, ahora no puedo ir más lento. Tengo que pagar el seguro, la patente, el cable, la boleta de luz.
Me genera escalofríos pensar que el Negro Ipérico llegó a preguntarse algo parecido y la muerte se lo llevó puesto antes de que atinara siquiera una respuesta.
Pienso eso. Pienso que la vida me lleva puesto. Pienso en que cuando aprenda lo suficiente para disfrutar de las cosas que tengo, de las personas que quiero, va a ser también el momento en que deba empezar a despedirme.
Ringo Bonavena era boxeador, y según él no leía mucho. Dijo eso de la experiencia y el peine, posiblemente sin saber que un escritor de la talla de Stevenson, el de la Isla del Tesoro había dicho algo parecido: “Tanta prisa tenemos por hacer, escribir y dejar oír nuestra voz en el silencio de la eternidad, que olvidamos lo único realmente importante: vivir”.
Esta columna fue publicada en el programa Córdoba al Cuadrado de Radio Suquía – FM 96.5 – Córdoba – Argentina.