La semana pasada Marcelo Bielsa pidió perdón por algo que pasó más de quince años atrás. Le había dicho a Hernán Crespo que estaba maduro cuando realmente no pensaba eso, y cuando años después le dijo que ahora sí había madurado, Crespo le recriminó haberle mentido antes.
El ex delantero de River le contestó a ese perdón, con una carta abierta en la que dice que la autocrítica se queda corta. Y que pensar que un jugador va a jugar mejor porque le mienten con eso de la madurez, es tomarlo por tonto.
Me vino a la cabeza el refrán que tanto usó siempre mi tía Elda: “Del dicho al hecho hay un gran trecho”, y cada vez que podía me aleccionaba con eso. Que a los hombres hay que medirlos por lo que hacen, no por lo que dicen.
Me acordé del slogan de Ramón Bautista Mestre, el padre del intendente actual, “obras, no palabras”, y de la máxima atribuida a Perón, “mejor que decir es hacer, mejor que prometer es realizar”.
Y si bien, en general, estoy de acuerdo con eso, admito que es una gran mentira. Un engaño en el que caemos por no pensar demasiado. Las palabras son decisivas en la vida de las personas.
Las cosas que escuchamos de chicos o adolescentes definen nuestra personalidad, nuestros gustos y generalmente nuestras acciones. Las palabras que nos lanzamos sin medida en medio de una discusión matrimonial tienen, a menudo, bastante más incidencia en la salud de la relación que el esfuerzo que ponemos en hacer nuestro trabajo o criar los hijos.
Las palabras alivian, alientan, pero también lastiman. Dejan huellas profundas. Incluso las decisiones que toman los gobiernos se basan en las palabras escuchadas y lanzadas, en la batalla de conceptos expresados todos los días en los medios, en las redes. La llamada opinión pública suele votar por si le cae o no simpático lo que escucha o lee, porque a menudo no se entera de las obras, de los hechos.
Porque en el fondo, nos juzgamos a nosotros mismos por nuestros comportamientos, es decir, por nuestros hechos. Nos sabemos honestos, leales, compañeros, pero al otro, al de al lado, lo calificamos por las cosas que dice o calla. Las palabras, o el silencio, son los verdaderos transmisores de esos hechos.
Digo todo esto porque nunca me gustaron demasiado los charlatanes, los que usan ese instrumento esencial de las ideas y el pensamiento que es la palabra, para enmarañar, para torcer, para entorpecer la fluidez del diálogo y dictaminar sobre una única verdad posible. Hay personas que construyen mundos ideales en un bar, café mediante, pero que son incapaces de mantener a flote su propia familia. Claro, es tremendamente más difícil dirigir un equipo de fútbol y hacerlo ganar, que discutir en una oficina las razones de una derrota.
Pero reconozco mi error. Los charlatanes forjan el futuro, el destino de las cosas, quizás más que los hacedores. Los charlatanes inventan historias que pasan décadas como verdades, o son capaces de llevar a un delincuente a la estatura de luchador social, por ejemplo. Mucha gente, la gran mayoría, obra y hace conforme lo que escucha decir a los charlatanes.
Me acordé, leyendo la novela de Bielsa y Crespo, de un par de frases de uno de los neurocientíficos más importantes de la historia, Santiago Ramón y Cajal: “Los grandes parlanchines suelen ser espíritus refinadamente egoístas, que buscan nuestro trato, no para estrechar lazos sentimentales, sino para hacerse admirar y aplaudir. Razonar y convencer, ¡qué difícil, largo y trabajoso! ¿Sugestionar? ¡Qué fácil, rápido y barato!”.
Esta columna fue publicada en el programa Córdoba al Cuadrado de Radio Suquía – FM 96.5 – Córdoba – Argentina.