Pocas cosas me conmueven tanto como el llanto de un hombre. Por lo profundo que debe ser ese dolor para vencer a lágrima tendida tanto prejuicio. Tanta enseñanza machista del tipo “los hombres no lloran”.
El martes lloró Pablo en televisión y cada uno de los que escuchábamos su historia nos hicimos cargo de su impotencia. Su hija moría en Alta Gracia y pedía darle el último abrazo. Solange había venido a Córdoba con su madre para intentar un último tratamiento que la salvara del cáncer. Fue a principios de marzo, y las dos quedaron atrapadas por la pandemia.
Cinco meses sin verlas eran suficientes. Así que Pablo le pidió a su cuñada que lo acompañara, obtuvo todos los permisos habidos y por haber y emprendió el viaje desde Neuquén. Llegaron hasta Huinca Renancó, donde el “protocolo” no los dejó seguir. Un patrullero los escoltó de regreso por todo el desierto pampeano, sin permitirle descansar siquiera. Ni orinar en un baño.
Pablo lloró y suplicó por televisión que lo dejaran ver a su hija. Pero el cáncer fue más rápido que el hisopado y los dejó sin ese abrazo, sin el elemental e inajenable derecho humano a estar al lado de los que uno quiere. Solange lo había dejado expreso en una última carta: “Nadie me va a impedir ese derecho”, escribió, con cierta ingenuidad. Desconocía lo impiadosa que suele ser la inclemencia cuando se asocia con el poder.
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Curiosa manera de cuidarnos tienen los que mandan. Un chef internacional puede cruzar fronteras para cocinarle a una familia adinerada, un tenista famoso puede viajar mil seiscientos kilómetros para pescar en un lago, un conductor de TV puede saltear provincias y normativas para vivir donde quiere, un ex presidente puede hacer una cuarentena “laboral” en la Costa Azul, una vicepresidenta puede ir y venir cuanta veces quiere para traer a la hija de su privilegiado hospicio. Pero un padre común, un hombre que llora, no puede darle a su hija el beso del adiós.
En estas horas, desde la muerte de Solange, he leído y releído el significado de la palabra esencial: aquello que constituye la naturaleza de las cosas. En estas horas, he tratado de explicarme por qué un señor que transporta tornillos, un acopiador de arándanos o un estibador de copas de cristal constituyen “la naturaleza de las cosas” y el afecto entre padres e hijos es apenas un accesorio. Dicho de modo más gráfico: por qué el comercio es esencial y el amor es superfluo.
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Hace tiempo, un médico humanista que hoy colabora con el COE me dijo que a cada síntoma físico le precedía una angustia existencial. Y me contó la historia de un hombre al que tuvo que decirle que su madre moriría irremediablemente. Que ya no había nada que hacer. El hombre, inquieto, lo refutó, “todavía se puede hacer mucho, darme un abrazo, por ejemplo”.
Si no hubiese perdido la fuerza que pierden los lugares comunes, me gustaría colgar un pasacalle que diga “todos somos Pablo”. Que los que llevamos meses con la familia desmembrada porque las normas no consideran al abrazo un derecho fundamental, lloramos con él. Que en más de una forma Solange es nuestra también.