–¿Cómo hacen esos señores para estar dentro de esta caja, papi?
Esa caja era un Phillips de madera, que ocupaba un lugar central en el comedor diario de la casa en la que me criaba, allá en Gigena cuando es terminaban los ‘60 y empezaban los ‘70 del siglo pasado.
La televisión era un objeto de culto. Y de controversias generacionales. Se prendía de a ratos y se apagaba el Día de los Muertos, el Viernes Santo y si fallecía una tía lejana que habíamos visto una sola vez en la vida.
Tan ritual era que la casa de mi viejo el plasma está exactamente en el lugar de aquel viejo aparato en blanco y negro.
Yo no entendía cómo llegaban esos señores a la brumosa pantalla ni por qué mis viejos miraban con asombro. Y me reía, sin creerle una palabra, cuando mi abuelo me contaba que él y mis viejos habían nacido y se habían criado sin televisión.
Era un mundo que cambiaba con intervalos muy espaciados.
En el pueblo no llegaban las señales de televisión, y obvio no había aparatos, hasta 1969 cuando se instaló la repetidora de Pampa de Achala de Canal 12 con la señal de canal 6.
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Para captarla había que tener una alta antena en el techo, un buster que potenciara, unas riendas de acero con el cual orientar bien y la paciencia de esos largos segundos que demoraba en calentarse las válvulas. Había un selector de canales, que hacía un sonido muy especial, pero no tenía mucho sentido cuando había solo canal para ver.
Todavía la veo a mi abuela tejiendo y pasando horas ante una señal de ajuste.
Las imágenes del 12 eran la única experiencia externa con movilidad y sonido que teníamos a nuestra percepción de las cosas cotidianas del pueblo y la familia. Es necesario remarcar esa idea, que sólo comprenderán los integrantes de mi generación para atrás: todas las referencias, al menos las hogareñas, al mundo exterior eran por textos, gráficos y fotos de lo impreso (libros, revistas, diarios) o los relatos de la radio. El cine aportaba imágenes y sonidos pero había que salir de casa para verlo.
En blanco y negro, borroso y con sonido intermitente, el mundo entraba en nuestras casas por esa única, central y ritual pantalla. Y nosotros entrábamos al mundo por ella.
Ver fútbol
Mi papá me recordaba siempre que había comprado el tele para ver la llegada del hombre a la luna y que yo me quedé dormido antes del “pequeño paso para el hombre pero gran paso para la humanidad”.
Crecía en Gigena mirando El Zorro, Titanes en el Ring, Odol Pregunta. Pero yo quería ver fútbol.
Eran los años que se empezaban a transmitir un partido adelantado los viernes por la noche. Pero no los pasaba el 12. Iban por canal 5 de Rosario, que algunas noches, después de una lluvia, con determinadas condiciones y apuntando la antena a un punto tan determinado como invisible podía intuirse con dificultad. Remarco que era “intuirse” y no “verse”.
Hasta que un momento se cortaba. Me tuvieron días en penitencia por los insultos que largué ese viernes que jugaban San Lorenzo y Huracán, iban 1 a 1 y desapareció toda señal a los 40 minutos del segundo tiempo. Ni radio Rivadavia de Buenos Aires podía agarrar y tuve que esperar hasta el sábado a la mañana para enterarme que, como siempre, habíamos ganado 2 a 1 con un gol de “Gringo” Scotta.
Por eso era fanático los domingos a la mañana del Fútbol Infantil de Canal 12. Me levantaba sólo para verlo. Y se veía más nítido que aquellos partidos de AFA tapados detrás de una cortina de bolitas.
Clarito pero en blanco y negro. Es recontraobvio para los que nacimos antes de 1980.
Relataba Jorge Rocca y comentaba Víctor Brizuela. Casi nada.
En 1977, se casó mi tía Negra y se vino a vivir a Córdoba. La vinimos a visitar y mi flamante tío Luis me dio dos opciones para aquel domingo a la mañana: los jueguitos del Parque Las Heras o ir ver Fútbol Infantil en vivo.
Todavía puedo dimensionar mi asombro al responder si lo de ir a ver el Fútbol Infantil era cierto.
Y me trajo a la planta del canal, la de calle Fader, aunque se entraba por Marcos Sastre.
Pasamos el portón y quedé paralizado. No podía seguir avanzando. Mi tío me agarró del brazo y yo señalaba, estupefactoy tembloroso, hacia el pequeño campo de juego, las tribunas y los carteles. En especial a los carteles.
–¿Qué pasa? –preguntó, casi asustado, mi tío.
–Es en colores. Todo es en colores.
Ojalá después que pasemos estos días oscuros en los que celebramos los 60 años de El Doce todo vuelva a ser en colores.