Cuando Sir Alec Douglas-Home murió en su casa de Berwickshire en 1995, tenía el triste récord de haber encabezado el gobierno más breve de la historia británica, con sólo un año en el cargo de primer ministro. Había asumido en octubre de 1963 cuando el escandaloso “caso Profumo” precipitó la caída de Harold Macmillan, y había dimitido en octubre de 1964, exactamente treinta años antes de que falleciera, en el mismo mes.
Casi tres décadas más tardes, también en octubre, el récord de brevedad que ostentaba aquel aristocrático tory escocés, fue roto por Liz Truss, la líder conservadora que debió renunciar a los 44 días de haber asumido.
El mundo miró con estupefacción la caída estrepitosa de la primera ministra británica. Muchos hablaron de crisis institucional, pero no es eso. En la institucionalidad del parlamentarismo, la caída de un jefe de gobierno a pocos días de haber asumido, es una vicisitud que se canaliza del modo adecuado.
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La renuncia de Liz Truss lo que muestra es una crisis política de inédita profundidad. Lo prueba la brevedad de su paso por Downing Street, que ha batido todos los records. En la década del 50, Anthony Eden había establecido una marca, al dejar el gobierno sólo dos años después de haber asumido el cargo que acababa de dejar Winston Churchill. Batió ese record el año justo que duró en el cargo Douglas-Home. Parecía que nadie podría superarlo, hasta que llegó Truss.
El fracaso de Truss fue, en gran medida, el fracaso del dogmatismo ultra-liberal. La premier dimitente había levantado banderas thatcherianas. Designó al frente de la economía al dogmatico Kwasi Kwarteng y anunció como medida estelar de su programa una exorbitante rebaja impositiva a las grandes fortunas.
Millonarios, multimillonarios y archimillonarios pasarían a pagar monedas y, según el dogma ultra-liberal, la multiplicación geométrica de sus riquezas tendría un efecto “derrame” hacia las clases medias y bajas.
Lo que no explicaron Kwarteng y Truss es cómo se cubriría el agujero fiscal que causaría la drástica caída que iba a provocar el recorte impositivo en la recaudación. A esa falla en la ecuación se la explicaron los mercados con un derrumbe cataclísmico que hizo entrar en pánico a los tories, quienes en el acto le quitaron el apoyo a la primera ministra, empujándola hacia la dimisión.
El anterior titular de la cartera económica, Rishi Sunak, había advertido que ese plan pondría en pánico el mercado de bonos, devaluaría la libra esterlina y generaría desconfianza al FMI. Así ocurrió.
El resonante fracaso de Liz Truss es un fracaso del dogmatismo ultra-liberal que se encuentra en auge en muchos puntos del planeta, incluida Argentina. También es un fracaso que debe asumir el Partido Conservador, porque lleva años con una radicalización que, primero, embistió contra la idea de “conservadurismo compasivo” que había postulado David Cameron al mismo tiempo que defendía la permanencia del Reino Unido en la Unión Europea. La deriva extremista de los tories sacó del medio al moderado Cameron y luego embistió contra Theresa May y su “soft Brexit” (brexit suave). La sucesora de Cameron proponía una salida ordenada y puntillosamente acordada entre Londres y Bruselas, pero el ala radical la corrió con la idea del “hard brexit”, la salida dura, de un salto y con portazo.
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Boris Johnson fue, dentro del partido tory, la réplica de Niegel Farage, el líder ultranacionalista que impulsó desde el UKIP (Partido Independiente del Reino Unido) la salida de la Unión Europea. Pero las cosas no ocurrieron como ese líder conservador había asegurado que serían. Salir de la UE implicó para Gran Bretaña iniciar una deriva en la que aún no se divisa el puerto de arribo.
El gobierno de Boris Johnson fue tan caótico como su peinado. Pero del 10 de Downing Street no lo sacó la caída del comercio exterior y la reducción del PBI, sino las fiestas durante la cuarentena y las mentiras que Johnson dijo sobre esas violaciones al distanciamiento social que el propio gobierno imponía a los ciudadanos del reino.
Que el retorno de Boris Johnson haya sonado como reemplazo de Truss, junto a otros dirigentes de peso como Rishi Sunak y Penny Mordaunt, prueba la deriva del Partido Conservador.