Voy a decir que se llama Adrián. Me gusta ese nombre para un bombero. Y se llama Adrián porque aceptó responder preguntas con la condición de que no lo nombre. Y menos que lo grabe o lo filme.
Ahora lleva puesto un traje limpio de bombero, después de tanta ceniza. Está peinado, prolijo y nervioso. Saca el celular del bolsillo y me muestra una foto. Está de espaldas, penetrando una cortina de humo. Me da la sensación de que se hunde ahí para perderse y no volver, y se lo digo. Adrián se encoge de hombros. Sonríe apenas. No sé quién me la sacó, me dice.
Empezó a circular entre nosotros y me llegó. Me reconozco por la pose para caminar y por la marca en el pantalón. Es cierto que parece que no fuera a salir más, que detrás de la cortina de humo hubiera como un infierno del que no vas a volver. Pero ninguno de nosotros piensa en eso cuando se mete a apagar un fuego.
Adrián vive en una pequeña ciudad del este cordobés y es empleado de un comercio. Ha dormido todos estos días en la cucheta de un cuartel de Sierras Chicas. Debe tener unos treinta años y se lo ve feliz.
¿Por qué sos bombero?, le pregunto, y de nuevo se encoge de hombros. Siempre quise ser, me dice. Desde chico. La mayoría de los chicos quieren ser bomberos, aunque después se olvidan. Yo no. Yo no me olvidé.
¿Y qué te gusta de ser bombero?, le pregunto, y esta vez no se encoge. Saca pecho. Mirá, una vez nos llamaron por un caso bastante común. A una vecina se le había quedado el gatito en la punta de un árbol y no lo podían bajar. Me mandaron a mí. Era un jacarandá que tendría unos cinco, seis metros, ponele. Y el gatito se veía asustado. Ahí nomás empecé a trepar, porque en esto no hay que andar con dudas. Recuerdo que la dueña me gritó: cuidado, hijo, y que no le di bola. Hasta que pisé mal una rama y me quedé casi colgado. Abajo se sintió el suspiro. Pero te juro que yo no pensaba en otra cosa que en el rescate. Jamás se me cruzó por la cabeza que podía caerme. Cuando al final bajé con el gatito y se lo di a la dueña, era tanta la cara de felicidad que tenía que se me cayeron las lágrimas. Por eso soy bombero, me dice.
¿Y en los incendios serranos?, le pregunto. Adrián se recuesta sobre el respaldar de la silla y se rasca la cabeza. Hace como siete años vine al primero. Estaba un poco preocupado porque donde vivo es llano y decían que las sierras son otra cosa. Pero cuando estás ahí lo ves de otra manera. No te importa nada más que apagar el fuego, salvar un árbol, una casa, quizás una vida. No pensás en que te puede faltar el aire o tragar humo. Cuando te toca subir a la punta de un cerro, tu único miedo es quedarte sin agua en la mochila y ver cómo se te escapan las llamas. Eso te desespera. Estar ahí, pensando que están todos esperanzados en que vas a parar ese frente y vos no podés hacer nada, o casi nada. No pensás en vos, pensás en el otro. Porque a eso fuiste, a ayudarle a los demás.
Adrián se calla de golpe. Hace un silencio largo y ahora se me cae una lágrima a mí. Él se ríe con timidez. Le digo que por eso es el oficio más noble del mundo y él me desafía con otros. Nombra los enfermeros, los médicos sin fronteras, los maestros rurales. Le digo que esos también son oficios nobles, pero en todos los casos es su modo de vida. Ustedes no, le digo, ustedes lo hacen sin contraprestación, sólo pensando en el otro, como decís vos. Es más, a veces ponen en riesgo hasta su propio trabajo cuando faltan para combatir incendios.
Adrián agacha la cabeza. Es cierto, dice, a mí no me pasó nunca porque el dueño es una gran persona, pero a algunos compañeros no los esperaron. En una temporada de incendios no podían estar pagando dos sueldos, les dijeron, y los dejaron en bolas.
Vuelve a mirar la foto en el celular. Lo lindo es que estoy de espaldas, dice. Porque no te creas que no me dan ganas de que me reconozcan o hagan celebraciones por nuestro laburo, que nos cuelguen medallas al valor y todo eso. Pero después tenés el riesgo de que cambie tu prioridad. Que te importe más tu orgullo que las cosas que tenés que proteger. Si empezara a preocuparnos el bronce entonces ya no sería el oficio más noble del mundo, como vos decís.
Por eso preferís perderte detrás de la cortina de humo, le digo, aunque haya otros que no son bomberos y se sacan fotos adelante. Adrián se encoge de hombros. Es un problema de ellos, dice. A mí lo que me importa es subir al cerro, no quedarme sin agua y apagar ese fuego. Me importa la cara de felicidad de la vecina que ya no corre peligro. Y sí, me gusta pensar que detrás de la cortina de humo hay un infierno, pero que aun las llamas más altas se pueden apagar.