Como ocurrió con los funerales de Isabel II, el mundo siguió cada instante de la coronación. Las bodas, las coronaciones y las muertes en la realeza británica siempre atrapan la atención mundial, porque los ingleses saben convertir esos eventos de monumentales espectáculos apuntados a simbolizar grandeza.
El nuevo rey de Gran Bretaña no tendrá, como corresponde, incidencia en la escena internacional. Quienes ocupan el cargo de primer ministro inciden infinitamente más que quienes se sientan en el trono desde la Revolución Gloriosa del siglo XVII. Sin embargo, la entrada de los nuevos dueños de los aposentos de Buckingham son seguidas desde las pantallas por un océano de gente en todo mundo, mientras que poco se asoman a la austera ceremonia de cada nuevo habitante del 10 de Downing Street.
La paradoja se explica en algo que hace a la british brand (marca británica): mantener la sensación en la nación que integran ingleses, galeses, escoceses y norirlandeses, además de los países de la Commonwealth, de que el Estado y la sociedad británica armonizan presente y pasado, logrando un orden que les permite avanzar hacia el futuro envueltos en la tradición para no perder la identidad y la unidad.
Hay otros elementos que explican la atención mundial que concita la coronación de un monarca en Londres. Por caso, el afán de publicitar el país a escala mundial, exhibiendo con excelencia uno de sus rasgos típicos. Pero está claro que, detrás de toda esa gala encandilante, lo que hay son personas como todas las demás, aunque incubadas en una casta con la misión de simbolizar una nación y un estado que se mantienen en el tiempo.
Aunque el mundo observe obnubilado, a esta altura de los tiempos el sentido común revela que detrás de tanta suntuosidad no hay mucho más que una patraña propagandística destinada a sostener la marca británica y también un orden social jerarquizado.
Más allá del cholulismo y la frivolidad abrazada a tradiciones expresadas en imponentes ceremonias, el sentido común indica que el protagonista principal de estas postales es una persona que no hizo nada para merecer alcanzar ese sitial privilegiado. Salvo aquellos monarcas de otros tiempos que conquistaban un trono con guerras o conspiraciones, en general los monarcas del siglo XX en adelante sólo deben esperar la muerte o la abdicación que los deposite en el trono.
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Carlos III es sólo un heredero. Llegó hasta el trono más observado del mundo sin más mérito que no haberse muerto. Carlos duró hasta que su madre murió. No hizo nada más para merecer la corona que el arzobispo de Canterbury depositó sobre su cabeza en la abadía de Westminster.
Ningún monarca actual merece la posición de privilegio que alcanza al ser coronado. Tampoco la habían merecido el abuelo y la madre de Carlos. Pero ambos, como en su momento la reina Victoria, supieron luego hacerse merecedores de ese privilegio.
Jorge VI, sobre quien cayó la corona que arrojó su hermano Eduardo VIII para casarse con una plebeya, extranjera y divorciada, estuvo a la altura de la circunstancia dramática que le tocó navegar: la Segunda Guerra Mundial. El rey tartamudo logró asumir el rol que los británicos necesitaban que asuma para mantenerse unidos y sin doblegarse ante los bombardeos de Hitler y el avance implacable del III Reich sobre la Europa continental.
Haciendo uso de su posición privilegiada, podría haberse ido con su familia a Canadá o cualquier otro rincón de la Commonwealth hasta que la guerra pase. Pero decidió quedarse en la Londres bombardeada por la Luftwaffe. Como sus antecesores, no tuvo merecimiento alguno para convertirse en rey, pero desde el trono supo ganar ese merecimiento.
También supo ganar ese merecimiento su hija, Elizabeth Alexandra Mary, inmerecidamente convertida en reina pero con un reinado que, por su temple y su discreción (no hace falta mucho más), terminó mereciendo mientras lo ejercía.
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A Isabel II le tocó el difícil tiempo de la Guerra Fría y las vertiginosas revoluciones culturales que tuvieron su epicentro en Inglaterra, como la irrupción de arte pop, el rock, la música beat y las rebeliones juveniles que parecían un sismo destinado a sepultar todas las tradiciones.
Habrá que ver si el hombre que acaba de ser coronado sin más razón que la de no haber muerto antes que su madre, ya sentado en el trono de sus ancestros se hace merecedor de ese privilegio cada vez más cuestionado por el sentido común.
Los británicos le tendrán menos paciencia, porque antes de ser protagonista de la suntuosa escena de coronación, fue el actor de una novela romántica con final infeliz. Carlos fue el esposo infiel y distante que maltrató emocionalmente a la princesa de la que todos se habían enamorado y consideraban bella y buena: Diana Spencer.
Ahora, ese príncipe destemplado es el rey y ha convertido en reina a Camilla Parker Bowles, “la otra” en la novela de la princesa triste y solitaria que los británicos lloraron cuando murió en un accidente automovilístico ocurrido en París.