Una y otra vez se repetía en las pantallas una escena que aún se repetirá una infinidad de veces: el gatillazo fallido a centímetros de un rostro.
Resulta escalofriante pensar que hubiera pasado si el arma no hubiese fallado. Cómo sería la Argentina de estas horas si en nuestras retinas estuviera la imagen de una bala impactando y destrozando el rostro al que estaba destinada.
La respuesta es fácil: sería un infierno de violencia política.
La bala no salió, pero el riesgo sigue. Es más grande del que existió hasta el instante mismo en que alguien gatilló a centímetros de la vicepresidenta.
Desde el momento en que una pistola magnicida se asomó a la vida de los argentinos, el escenario es otro. La calidad y responsabilidad de los políticos, dirigentes en general y formadores de opinión deberán medirse de otro modo. La vara de medición deberá ser la capacidad que tengan los dirigentes y los formadores de opinión para poner fin a la guerra civil de gestos y palabras que lleva años desgarrando la sociedad.
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La violencia política siempre se incuba en la retórica. Y los argentinos hemos naturalizado los discursos sobre-adjetivados. Desde las trincheras políticas y mediáticas se disparan adjetivos de gruesos calibre, pero demasiados argentinos premian esa artillería verbal.
Incluso en un momento que tan claramente exige moderación, aparecen dirigentes como Luis D´Elía, blandiendo verdaderas “listas negras” para poner periodistas en la mira de exacerbados violentos. No debería extrañar del dirigente que una vez pidió el fusilamiento de Mauricio Macri en la Plaza de Mayo.
No fue el único que cayó en la oscura tentación de señalar a posibles blancos de represalias, haciéndolos cargo del “discurso del odio”.
La historia enseña con claridad meridiana que las palabras pueden convertirse en balas. Pero en Argentina hay hinchadas bullangueras ovacionando insultos en las dos veredas enfrentadas.
Los discursos de Trump denunciando “una invasión de mexicanos” y describiéndolos como “ladrones, asesinos y violadores”, detonó en la cabeza del joven que en el 2019 disparó a mansalva contra una multitud en la ciudad texana de El Paso, sobre la frontera con México. Los discursos de Benjamín Netanyahu acusando a Yitzhak Rabin de traicionar a Israel, así como los activistas que exhibían pancartas con el primer ministro laborista portando la kefia de Yasser Arafat en su cabeza, cargó el arma con que el fanático extremista Yigal Amir cometió el magnicidio de 1995 en Tel Aviv.
Los ejemplos de palabras convertidas en balas llenarían gruesos volúmenes, pero con los mencionados alcanza para saber que en este nuevo y oscuro capítulo, la exigencia a los políticos y los formadores de opinión debe ser desactivar la violencia retórica para conjurar la violencia política que avanza a paso redoblado.
Entre las primeras reacciones hubo señales alentadoras y señales preocupantes. La gravedad del momento reclamaba una postal como la que vieron los argentinos cuando se los carapintadas se levantaron en armas contra la democracia: Alfonsín y Cafiero mostrando la unidad de la política desde el balcón de la Plaza de Mayo.
En lugar de actuar como aquel presidente que eligió compartir el escenario con la principal figura de la oposición, Alberto Fernández eligió aparecer solo, decretando un feriado nacional incomprensible y señalando con dedo acusador sólo a una de las trincheras que disparan artillería verbal.
Todos sabemos que el discurso de aborrecimiento constituye un fuego cruzado, y no un bombardeo unidireccional. También lo sabe el presidente.
Alberto Fernández no fue el único que no estuvo a la altura del momento. También hubo dirigentes opositores que hablaron de “montaje” cuando no se podía tener ninguna certeza de nada. Y hubo canales y voces oficialistas cargando las tintas sobre las exacerbaciones de la vereda de enfrente, sin hacerse cargo de las exacerbaciones propias.
Lo único evidente es la imperiosa necesidad de desactivar el discurso de alto poder explosivo, deponer las armas gestuales y verbales, y exhibir equilibrio y moderación capacidad de diálogo.
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Renunciar a las tribunas que ovacionan los discursos sobrecargados de adjetivos descalificativos.
Desde hace tiempo la calidad de políticos, intelectuales y formadores de opinión debiera ser medida por la sociedad premiando a los que puedan criticar y cuestionar explicando y argumentando. Resulta imprescindible no premiar en encuestas y sondeos a quienes, en una vereda y la otra, critiquen o cuestionen disparando insultos, anatemas y descalificaciones en lugar de argumentar y explicar.
La democracia muere si no hay crítica y cuestionamiento, pero puede morir también por sobredosis de aborrecimiento político. La violencia verbal es la antesala de la violencia política que hace correr sangre.
Que el país haya estado a centímetros de que se desate un infierno de violencia política, impone ver con claridad la infección de aborrecimientos cruzados que carcome la convivencia.
El ataque magnicida siempre tiene el efecto contrario al deseo emocional del agresor. El hombre que apuñaló a Jair Bolsonaro en Minas Gerais, le sumó votos al candidato que pretendió eliminar. El joven que lanzó una lluvia de puñaladas contra el escritor indo-británico Salmán Rushdie, le recordó al mundo la criminalidad oscurantista del ayathola Jomeini y del fanatismo religioso. Del mismo modo, quien gatilló contra Cristina Kirchner le hizo un favor político de gran tamaño.
Tras el atentado, desde un primer momento hubo en las trincheras retóricas enfrentadas, intentos de convertir el hecho en confirmación de la razón propia. De un lado y otro se escucharon lecturas del acontecimiento que buscaban convertirlo en proyectil para atacar a la otra parte y para confirmar “certezas” en momentos en que sólo había lugar para la duda, el equilibrio y la moderación.
La luz en esta densa oscuridad sería que, de ahora en más, se debiliten los que hacen política y rating disparando adjetivos y manipulando la realidad para que los hechos confirmen la razón propia.