El martes pasé la Nochebuena con un tío al que le gusta hacerse el dormido. Después de brindar, el tipo se sienta en una reposera y cierra los ojos.
Todos saben que está fingiendo, pero al cabo de un rato se olvidan del asunto y más de uno suele caer en la trampa de hablar mal de él. Como hizo Stalin. Dicen que minutos antes de morirse simuló su muerte hasta que Lavrenti Beria, jefe del Servicio Secreto soviético, no pudo contener su alegría y empezó a gritar “¡el tirano ha muerto, el tirano ha muerto!”.
Al tío Nando no le importa mucho que hablen mal de él. No lo hace por eso. Es un efecto colateral. Lo hace para no tener que discutir de cosas que no le importan. Significa no discutir de casi nada porque el tío Nando dice que lo único trascendente es la filosofía de vida. Y como en Navidad nadie filosofa, se pega unos emboles bárbaros por lo que prefiere hacerse el dormido.
El martes pasó eso. Un par de primos empezaron a contar anécdotas de la infancia. Recuerdos incomprobables y bastante zonzos, pero entre el ananá fizz y el champán con vodka parecían entretenidos. Hasta que en uno de ellos mencionaron a Papá Noel. El tío Nando se eyectó de la silla. Dio un brinco que asustó a medio mundo. Parecía picado por un alacrán. En la mesa familiar se callaron todos. Quedó de fondo la radio y su bailable enganchado.
“Papá Noel es argento”, dijo el tío, “le viene como anillo al dedo a la cultura nacional”.
No tenía nada que ver con nada. Los primos estaban hablando de un parripollo de su pueblo que de mugriento que era había alimentado la leyenda de que Papá Noel se había atascado en la chimenea en los años 60. Al tío Nando no le importó. Escuchó “Papá Noel” y embistió con su filosofía.
Dijo que a todos nos conviene que exista porque nos libera de dar explicaciones. Cualquier chico que reclame un deseo no concedido tiene a mano la excusa: “no caben tantas cosas en el trineo”, “te dije que Papá Noel no es de traer eso”, “pasa que hoy hace mucho calor”, o llueve, o está fresco. “No va a faltar oportunidad”, es el remate cruel para la ilusión de un niño.
Según mi tío Nando, se consagra así un ejemplo de discriminación. Por qué a algunos Papá Noel les lleva lo que piden y a otros no. “No le habrá llegado la cartita”, “consideró que este otro regalo era más lindo…”, son respuestas insuficientes. Mientras metía su mano gruesa y áspera en un bol de chizitos que nadie había retirado de la mesa, el tío dijo que si Papá Noel dejara de existir, los padres deberían explicarle a sus hijos la verdad de la milanesa y tendrían que esforzarse más para complacer sus ilusiones. Pero con el “gordo cocacolero a mano” (así dijo), no había que explicar nada ni esforzarse demasiado.
Cuando ya se veían algunos gestos de desaprobación, incluso algún “estás loco” dicho por la abuela componedora, el tío Nando arremetió con lo más profundo de su filosofía: “en este país”, dijo, “la ilusión es sentarse a esperar que alguien te resuelva los problemas. Y la ilusión debería ser otra cosa, una elemento movilizador, un recurso para que se pongan en marcha las energías en pos de conseguir lo que se anhela. La ilusión no puede ser nunca un concepto quieto, un baño de holgazanería”. Y remató: “Los cómodos no escriben ilusiones escriben panfletos”.
Sonó lindo. Nadie entendió muy bien lo que quiso decir pero la frase tuvo la contundencia necesaria como para atenuar el ruido a tenedores que había vuelto a la mesa. El abuelo, nomás, siguió masticando, con los ojos fijos en las costillas de lechón que tenía en el plato.
Que el abuelo masticara mientras el resto callaba era una señal. Y si hay algo que el abuelo domina a la perfección son las expectativas ajenas. Al fin y al cabo por algo se sienta en la punta de la mesa. La tos de la tía Silvia marcó el final de cualquier otro sonido que no fuera la dentadura del abuelo cascando el lechón. El viejo encajó un escarbadiente entre el incisivo y el pre molar que le quedaba y sin sacar los ojos del plato, levantó una mano.
“Nando”, dijo, “haceme el favor, alcanzame la sal”.