Cuando las cifras del escrutinio se quedaron quietas, Alberto Núñez Feijoo festejaba su triunfo en la sede del Partido Popular (PP) pero, desde el búnker del PSOE, Pedro Sánchez miraba los números finales de la elección con una sonrisa socarrona.
Minutos más tarde, el que festejaba la victoria era el jefe del gobierno. ¿Quién se estaba equivocando?
Se equivocaba Núñez Feijoo. El líder de la centroderecha había sido el más votado, pero en las democracias parlamentarias no gana el que tiene más votos sino el que puede lograr más apoyos en el arco parlamentario. Salvo que un partido obtenga mayoría absoluta de escaños, la cuestión está en el margen de acuerdos parlamentarios que se puedan lograr.
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La sonrisa socarrona de Pedro Sánchez surgía de un cálculo exacto que daba como resultado una cuadratura de círculo. El PP fue el más votado, pero para lograr la aprobación de la investidura de su líder necesitaba tanto de los votos de Vox como de los votos de fuerzas regionales como el Partido Nacionalista Vasco (PNV), que jamás apoyarían un gobierno en el que esté el partido de la ultraderecha falangista, porque esa ideología impulsada por José Antonio Primo de Rivera que argumentó la dictadura centralista y castellanizante de Francisco Franco, se opone a las autonomías y al reconocimiento de las culturas nacionales que componen la diversidad cultural de España.
La cuadratura de círculo que impediría a Núñez Feijoo ser presidente del gobierno, es que sin Vox no le alcanzaba y con Vox no obtenía los apoyos también indispensables para su investidura.
Por eso Sánchez actuó como ganador la noche del escrutinio. El líder del Partido Socialista Obrero Español también había encontrado en las urnas una cuadratura de círculo. Pero las líneas rojas de la ética sanchista son borrosas. Sabía que los votos obtenidos para ese segundo puesto no sólo lo obligaban a un nuevo gobierno de coalición con Sumar, el partido de Yolanda Díaz, sino que debía obtener muchos apoyos más. Y esos apoyos estaban más allá de las líneas rojas que no se deben sobrepasar para mantener en pié la ética política.
Como las de Pedro Sánchez son borrosas, las traspasó para obtener apoyos tan controversiales como el de Junts Per Cataluña, cuyo líder está prófugo de la justicia española por la violación de la Constitución que implicó el referéndum soberanista que realizó en el 2017, siendo presidente de la Generalitat, el gobierno catalán.
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Sánchez ya había dado pasos hacia la impunidad de los soberanistas. En el 2021, buscando apoyos parlamentarios a sus políticas, indultó a los “presos del Procés”: el ex vicepresidente de la Generalitat Oriol Junqueras y los ex consejeros Raúl Romeva, Joaquín Forn, Jordi Turull, Josep Rull y Dolors Bassa; la ex presidenta del Parlament Carmen Forcadell y los ex líderes de ANC y Omnium Jordi Cuixardt y Jordi Sánchez.
Ninguno de ellos había huido de España. Todos pasaron por el banquillo de los acusados y acabaron en prisión por su participación en el referéndum soberanista del 2017. Pero Puigdemont había escapado y ahora obtuvo la amnistía sin haber pasado por los tribunales ni haber estado en prisión.
Esa injusticia implica el acuerdo que Sánchez logró con el líder independentista catalán, para poder seguir ocupando el despacho principal del Palacio de la Moncloa.
El acuerdo no cerró la puerta a futuros referéndums soberanistas. De haber obtenido de los separatistas un compromiso de desistir del independentismo, habría tenido un motivo de justificación. Pero tal como está, la amnistía alentará a futuras intentonas secesionistas en las distintas comunidades autonómicas, porque las violaciones a la constitución por esa causa tienen un precedente de impunidad.
Pedro Sánchez ha ido demasiado lejos para continuar donde está: la cumbre del poder.