Blas Correas va camino a convertirse en un símbolo de estos tiempos oscuros. Un crimen absurdo perpetrado por miembros de una fuerza de seguridad que está dilapidando demasiadas energías en controlar las disposiciones relacionadas con las políticas de confinamiento. Una fuerza más atenta a los certificados de circulación y al cumplimiento de los opresivos cordones sanitarios que al combate contra la delincuencia. Una fuerza que, por el cuadro económico y social que se va perfilando, deberá servir a la comunidad con rigor y eficacia inéditos.
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Según el todavía impreciso relato de los adolescentes que iban con Blas, el grupo deambuló en la noche fatal entre el miedo a la delincuencia, por el confuso incidente con los ocupantes de una moto, y el miedo a los controles policiales, motivado por sus desplazamientos al borde de los límites de la cuarentena. Los disparos que nunca debieron producirse fueron justamente en uno de esos retenes de los que está plagada la ciudad desde hace años y que se multiplicaron desde marzo pasado.
Javier Alarcón y Lucas Gómez, los policías que en el control de la avenida Vélez Sársfield gatillaron varias veces, como mínimo cinco, aunque podrían haber sido más, violaron el protocolo que regula su actuación en este tipo de situaciones. El instructivo, vigente desde 2017, establece textualmente que "en ningún caso de evasión o fuga se apelará a la persecución por parte del móvil afectado al control vehicular ni al uso del arma de fuego". Ese párrafo está en el anexo 3, encabezado con el título: "situaciones críticas excepcionales".
Es decir, ante la evasión sólo debieron reportar el hecho. No podían intentar frenar el auto que esquivaba el control a balazos. Ni siquiera disparando al aire en señal de advertencia. Las dudas sobre la calidad de la capacitación de las personas a las que el Estado les entrega un arma están fundadas.
Entre la brutalidad y la parálisis
A eso se agrega la sospecha de que hubo una maniobra tendiente a mejorar su situación plantando un arma cerca de la escena de la balacera. A la ignorancia criminal de los policias tiradores se le agrega el comportamiento corporativo cuasimafioso que, es justo subrayar, quedó rápidamente al descubierto por la actuación de funcionarios íntegros y eficaces de la misma fuerza y del Poder Judicial.
En estos días también quedó en evidencia otro exceso policial, mucho menos cruento, que habría ocurrido dos semanas atrás. Lo reveló un usuario de Twitter que, estremecido por el caso de Blas Correas, publicó las imágenes de una cámara de seguridad de un comercio de Nueva Córdoba que muestran un arresto brutal. Un policía golpea en la cara a un ciudadano indefenso. Los puñetazos lo noquean, literalmente. Su falta habría sido insultar a los agentes que acababan de requisarlo "por las dudas".
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Y como complemento de los abusos, la sociedad también comprobó azorada la impotencia policial en ciertas situaciones. Es lo que evidenció el ataque al retén en el puente Yapeyú, con vecinos robando los conos que caracterizan a estos controles. Así rechazaron el secuestro de dos motos flojas de papeles. Según la versión policial, se logró recuperar lo robado. ¿Los conos tendrán algún código que permita distinguirlos?
En una ciudad atravesada por los retenes desde antes de la cuarentena modelo "estado de sitio" adoptada en nuestro país, cabe interrogarse sobre su sentido. Instaurados después del traumático paro policial de diciembre de 2013, el que propició el saqueo de unos mil negocios, se convirtieron en un rasgo distintivo de Córdoba. ¿Sirven realmente? ¿Disuaden a los delincuentes? ¿Se justifican las demoras y la incomodidad a las que someten al conjunto de la ciudadanía? Respuestas que un debate político de calidad debería buscar.