Hola, sobrino. Perdón pero estoy melancólica. No sé si es de vieja, por la humedad, el frío, o este país que nos hemos echado encima. Anda cada parte queriendo carroñar lo suyo, como si no fuéramos parte de la misma gente. Como si unos nos vistiéramos de celeste y blanco y otros de gris, o de negro.
Yo aprendí distinto. Que todos éramos iguales, como repetía papá. Tu tío Cacho aprendió igual y por eso lo quise tanto. En una de esas crecimos así porque vivíamos en un pueblo en el que había una sola escuela a la que íbamos todos. El rubiecito hijo del dentista y el morocho al que criaba la abuela. Nadie hacía diferencias de nada. Todos íbamos a todos los cumpleaños, y ninguno hacía cara fea por la comida o la marca del jugo. Y en carnaval nos mojábamos juntos y nos reíamos por igual cuando empapábamos al almacenero o al director de la escuela.
Algunos eran peronistas, otros no, y nadie se daba cuenta. Ojo, esto de los peronistas lo recuerdo ahora que ya estoy taimada por los noticieros, porque en aquella época, para los de mi familia, Perón, Evita y los radicales eran sólo un tema de conversación.
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"La palabra tolerancia no existía, simplemente porque a nadie se le ocurría no tolerar. Ni hablar de discriminación".
Cuando murió de sarampión el hijo del Tito, el peón del campo de los Nosotti, no hubo cristiano en el pueblo que no anduviera corrompido por la tristeza. Y cuando se fue don Nosotti nadie dejó de tirar una flor en la tumba.
Ahí andaban la flaca Elsa y el gordo Lepe haciéndose arrumacos y a ninguno en mi familia se le hubiese ocurrido comentar que eran una pareja despareja. Te juro, sobrino, recién cuando nos mudamos a Bigand y mi papá se puso a nombrar los amigos que dejaba en el camino, supe que mi mejor compañera era judía. Y yo tenía dieciocho años. Jamás se me había ocurrido pensar en la religión de nadie.
La palabra tolerancia no existía, simplemente porque a nadie se le ocurría no tolerar. Ni hablar de discriminación. Nunca supimos lo que era eso, sobrino querido.
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Hoy las cosas parecen tan distintas. Parece casi obligatorio pertenecer a algún grupo porque si no a tus pareceres no los defiende nadie. Tenés que ser de un partido, o de una religión, o de una ONG, o al menos de un club de barrio. Como si fuera obligación llevar un sello que identifique que sos parte de una tribu. Si no, te quedás sola, como yo, añorando las tardes en que nos daba lo mismo comer los panqueques de la Betty de Padilla o las tortas fritas de doña Felicidad Romero. Hoy parece que todo el mundo te estuviera midiendo, pidiéndote un carnet para ponerte de su lado o echarte a la vereda de enfrente.
Perdón por mi melancolía sobrino, pero todavía siendo el aliento de papá en la mesa, cuando le pregunté por qué daba la impresión de que no le tenía bronca a nadie. Respiró hondo, se sirvió un trago de soda y soltó una frase que hasta hoy no sé de dónde sacó. "Nada que un hombre haga –dijo-, lo deshonra más que permitirse caer tan bajo como para odiar a alguien".
Esta columna fue publicada en el programa Córdoba al Cuadrado de Radio Suquía – FM 96.5 – Córdoba – Argentina.