El común de los gobernantes se aferran al poder. Mientras menos calidad humana y democrática tienen, más se aferran, en tanto que a los mediocres, ruines y autoritarios hay que extirparlos porque nunca lo abandonan por decisión propia.
Las excepciones muestran liderazgos relevantes, como el de George Washington, quien cuando por aclamación lo ungían nuevamente candidato a presidir Estados Unidos, el país al que había independizado de la corona inglesa, dijo su célebre frase “más de dos mandatos es monarquía”, y se retiró del poder que podría haber seguido habitando. Esa frase, breve y simple, tiene una profundidad fundacional en la democracia norteamericana.
Mandela es otro caso de inmensidad humana, intelectual y política. Se retiró tras su primer y único mandato, cuando hasta en la minoría blanca tenía votos para seguir gobernando Sudáfrica, el país al que había liberado del apartheid.
Jacinda Ardern no realizó las proezas históricas de Washington y Mandela, ni fundó la democracia de su país, como lo hicieron los gigantes aludidos. Pero su renuncia al poder cuando le queda todavía casi un año de mandato con serias posibilidades de ser reelegida como primera ministra de Nueva Zelanda, generó estupefacción en su país y en el mundo.
Aunque rico y sumamente racional, Nueva Zelanda es un país de perfil bajo. Sus gobernantes normalmente pasan desapercibidos en la escena internacional, pero Jacinda Ardern es una excepción porque, al convertirse en primera ministra con sólo 37 años, fue la gobernante más joven del mundo. Volvió a llamar la atención al ser madre estando en funciones, caso que tiene un solo antecedente: la exlíder pakistaní Benazir Butho.
Pero lo que más la destacó en el escenario internacional fue su inteligencia, racionalidad, sencillez y amabilidad como gobernante.
Incluso en un país tan razonable y civilizado como Nueva Zelanda, no es común que quien tiene el poder político sea tan respetuosa y dialogal como la primera ministra neozelandesa.
Su vida está colmada de actitudes excepcionales. Se crió en una familia de fe mormona, pero abandonó esa religión siendo adolescente por el rechazo estigmatizante de los mormones a la homosexualidad.
Militó desde joven en la socialdemocracia, trabajando en el laborismo británico y en los equipos del entonces primer ministro Tony Blair, llegando a presidir la Unión Internacional de Juventudes Socialistas. Y de regreso a su país, rescató al Partido Laborista de la debilidad en que lo había dejado el liderazgo de Andrew Little.
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Fue bajo la conducción de esa jovencita que el partido de la centroizquierda logró recuperar el gobierno, en alianza con los ecologistas y con otro partido progresista. Y en la siguiente elección, le dio a los laboristas una victoria de dimensión histórica.
La llamada “jacindamanía” se produjo tras su conmovedora actuación tras las masacres cometidas por un supremacista blanco en dos mezquitas de la ciudad de Christchurch, en el 2019. Se calzó un velo islámico y fue a abrazar a las personas de la colectividad musulmana en la que murieron acribillados medio centenar de fieles.
En el mundo se la tomó como ejemplo de liderazgo pleno de humanidad, calidez y compasión. Contra los intolerantes que repudian a los musulmanes y a los inmigrantes, Ardern respondió diciendo “ellos son nosotros”.
También se destacó por su concentración en la lucha contra la pandemia y por sus esfuerzos frente a los estragos que causó la erupción del volcán White Island.
Más allá de los errores, que también cometió, y de la debilidad que, como en el resto del mundo, empezó a sentir la economía de Nueva Zelanda por las medidas anti-covid, el rasgo principal de su acción gubernamental fue fomentar el diálogo y tejer consensos.
Las encuestas no muestran a su partido y su gobierno en el mejor momento, pero en modo alguno puede darse por perdida para los laboristas la próxima elección. Por eso, aunque hayan empezado y desparramar versiones y teorías, no hay razones objetivas visibles para que una líder que ganó tanta fuerza y prestigio a nivel nacional e internacional, anuncie de buenas a primeras que deja gobierno y liderazgo.
Por cierto, los conservadores la detestan, entre otras cosas, por ser feminista y por impulsar el matrimonio igualitario y el derecho de la mujer a decidir sobre su cuerpo.
Pero amén de sus críticos, pocos gobernantes han despertado tanta admiración. Por eso, en Nueva Zelanda y en el mundo genera incredulidad y perplejidad que renuncie al poder porque ya “no tengo suficiente energía para seguir con este trabajo”.
Suena raro que una líder que ha logrado tanta admiración en su país y en el mundo, decida bajarse del escenario porque quiere estar más tiempo con su hijita y dedicarse a su casa. Parece de otro planeta.
Sencillamente, resulta increíble que una persona dedicada a la política, deje de desear el poder. Pero ese parece el caso de Jacinda Kate Laurell Ardern, la joven que desde el poder enseñó la fuerza de la tolerancia, la compasión y la amabilidad.