La tercera imputación acrecienta el récord que ostenta Donald Trump. A los delitos de carácter sexual y económico-empresarial por los que está procesado, se sumó el delito político por el cual lo acaban de imputar, y es de una gravedad descomunal: se lo acusa de intentar subvertir la democracia de Estados Unidos para continuar en la presidencia tras haber perdido la elección frente a Joe Biden.
Este nuevo juicio que tendrá al magnate neoyorquino en el banquillo de los acusados, plantea un gran interrogante: con tres procesos judiciales, uno de los cuales equivale prácticamente a acusarlo de traición a la patria, por atentar contra la institucionalidad vigente y alentar un asalto de carácter golpista contra el Congreso que dejó siete muertos ¿podrá Trump ser candidato el año que viene?
La respuesta es sí, lo que abre paso a otro interrogante más inquietante aún: dado el peso de un cúmulo de pruebas que, incluso, están a la vista de quien las quiera ver, si fuera encontrado culpable y entrara en prisión ¿podría mantener en pie su candidatura?¿y si ganara la elección desde la cárcel?
La última pregunta podría no tener una respuesta cantada, pero las dos primeras sí. Trump puede ser candidato, aún siendo condenado y estando en prisión.
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En la Constitución hay una laguna en lo referido a las condiciones para ser candidato a presidente. Las exigencias planteadas en la letra constitucional son casi mínimas (haber nacido en Estados Unidos, tener al menos 14 años residiendo en el país y no tener menos de 35 años). Nada dice sobre los procesados, los condenados y los convictos.
De hecho, en la historia norteamericana hay un caso. Eugene Debs era un sindicalista de izquierda que estuvo varias veces preso en las últimas décadas del siglo 19, por las duras y prolongadas huelgas que encabezaba en el gremio ferroviario. Una de esas huelgas se prolongó durante casi un año, paralizando los trenes que unían nada menos que Chicago con otras ciudades.
Al comenzar el siglo 20, Debs fue uno de los fundadores del Partido Socialista Americano, del cual fue candidato a presidente en cuatro oportunidades. Y a su última candidatura, en los comicios de 1920, la llevó a cabo desde la cárcel donde lo habían recluido tras ser declarado culpable de sedición por su activismo contra la participación norteamericana en la Primera Guerra Mundial, decidida por el presidente Woodrow Wilson.
A esa altura, Eugene Debs era llamado por su seudónimo: “The Convict N° 9653”. El hecho es que aquel socialista de Indiana fue candidato estando preso. Y el casi millón de votos que obtuvo fue la mejor elección que tuvo su partido. Precisamente estar en la cárcel por su activismo político en rechazo de lo que consideraba una guerra entre imperios capitalistas, fortaleció el respaldo popular. La izquierda consideró que era un preso del capitalismo al que combatía con huelgas y con las propuestas que hacía como candidato a presidente por el Partido Socialista de América.
Donald Trump podría ser el nuevo “Convict N°…” que compite en una elección. También a él sus bases lo consideran víctimas de conspiraciones que intentan impedir su regreso a la Casa Blanca.
La diferencia es que los delitos que le atribuían al líder de los socialistas norteamericanos eran discutibles y permitían sospechar de animadversión por parte de los jueces conservadores. En cambio el delito por el cual se le hizo a Trump la tercera imputación, se cometió a la vista del mundo entero.
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Sus silencios y sus escasas frases pronunciadas mientras una multitudinaria y violenta turba de fanáticos trumpistas asaltaba el Capitolio, hablan por sí solos. Quien lo desee, puede volver a escuchar la grabación del llamado telefónico que hizo el entonces presidente al secretario de Estado de Georgia, Brad Raffensperger, presionándolo para que manipule el resultado en ese estado y cometa un fraude en su favor. El funcionario presionado, a pesar de que era partidario de Trump, como todos en ese gobierno de Georgia, tomó la precaución de grabar la conversación telefónica porque a esa altura estaba a la vista que el jefe de la Casa Blanca estaba dispuesto a todo para continuar en el Despacho Oval.
Respecto al asalto al Congreso para impedir que certificara el escrutinio, basta ver nuevamente todo lo que salió por televisión aquel trágico seis de enero, para tener en claro que fue el mismísimo presidente quien propició aquel ataque que dejó siete muertos. Si aún así quedan dudas, se puede escuchar públicamente a Mike Pence, que fue el vicepresidente de aquel gobierno republicano, que Trump lo presionó para que, como titular del Senado, viole la Constitución impidiendo la certificación del escrutinio.
Sin embargo, cada imputación en su contra, en lugar de debilitar el respaldo en el electorado conservador, lo incrementa. ¿Por qué?
Porque hay dos tipos de votos confluyendo en favor del magnate neoyorquino: el voto anti-sistema y el voto del adherente emocional.
Para el voto anti-sistema, que esté procesado, más aún si fuese condenado y se encuentra en prisión, lo hace más atractivo. Para quien vota buscando patear el tablero de algún modo, votar a un triplemente acusado por delitos de diverso tipo, es una forma de repudiar la política y la institucionalidad vigente en Estados Unidos; mientras que el voto emocional, o sea el de quienes se sienten reflejados por lo que representa social e ideológicamente un líder, está dispuesto a creer lo que su emoción le dicta, no lo que tiene ante sus ojos como realidad evidente.
Hay muchos casos, en la izquierda y la derecha, en varios países del mundo. También las imputaciones y condenas contra la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner muestran que todas las evidencias sirven de muy poco frente a la adhesión emocional a un liderazgo, precisamente por tratarse de una adhesión decidida por pasiones y emociones, no por la razón.