Si nunca estuvieron en una sala de terapia intensiva, es bueno que sepan que hay dos cosas que no se olvidan. El olor a asepsia extrema y el sonido de los aparatos que sostienen la vida. Así es el dormitorio de Alma y Milo. No conocen otro paisaje desde que nacieron con parálisis cerebral.
Las alarmas y los bip bip bip que se corean a repetición, se entremezclan con un videito de dibujos animados que se ve en el televisor y con el sonido manso del aire acondicionado que mantiene regulada la temperatura. Así es su vida.
+ MIRÁ MÁS: La adopción de los prejuicios
Mamá Natalia siempre está en casa y además tres enfermeras que se alternan en tres turnos. Papá trabaja en un remis y vuelve urgente si pasa lo que suele pasar. Si se corta la luz, todo ese frágil equilibrio de sobrevida artificial se transforma en el reloj de una bomba.
Papá Fernando vuelve urgente, coordina por WhatsApp con un técnico de EPEC, y entra al humilde departamento en el que viven en Villa Azalais. Manea el grupo electrógeno y le entra a dar jalones desesperados para que arranque antes de que la batería del respirador se agote. Si se apaga, se apaga una vida. La vida que adoptaron.
Y yo, que no se nada desde mi egoísmo natural, le pregunto a Natalia: “¿Y por qué?”. Ella me dice: “Es difícil de explicar”. Y nadie me puede explicar por qué la Ley de los Electrodependientes sigue siendo una aplauso entre legisladores y no una solución para los que no pueden esperar. ¿También será difícil de explicar o será una vergüenza más?