Soy de los que se emocionan cuando escucho hablar de democracia.
De los que no esconden lágrimas mientras recitan el preámbulo de la Constitución.
Soy de los que festejaron en la calle que por fin íbamos a opinar, a discutir, a escuchar, a respetar las minorías políticas, religiosas, culturales. Soy de los que se liberaron de la opresión del dictador que disponía qué leer, qué pensar, en qué dudar.
Soy de los que cantaron “se va a acabar la dictadura militar” con el fervor de los que creen que cantar libera y no somete. Que una canción propone, no impone. Que los versos están escritos para que los canten todos.
Soy de los que aprendieron temprano que ser mayoría no otorga mayores derechos. Y que tener razón tampoco.
Lo aprendí de gente como Raúl Alfonsín, que aun venciendo la indiferencia y hasta la complicidad de los dinosaurios, batalló en los tribunales con los hábeas corpus y en las tribunas políticas denunciando pactos entre genocidas y supuestos combatientes opositores.
Lo aprendí de aquellas Madres de Plaza de Mayo a quienes los tiranos hacían circular porque los avergonzaba esa entereza.
Lo aprendí de los soldados a los que mandaron a morir en Malvinas. Que dejaron su sangre para que el mundo supiera que la crueldad no tiene límites.
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Soy de los que se llenaron de orgullo con la CONADEP, el juicio a las Juntas, la liberación de la censura mediática.
Que me perdone la Revolución, pero en estas tierras fue la democracia la que derrumbó a la dictadura.
Porque antes de que empezaran a llenarse los pulmones de aire libre, los déspotas estaban envalentonados. Antes de Alfonsín, las Madres y los soldados de Malvinas, Galtieri había dicho que las urnas estaban bien guardadas y hasta Massera, el más cínico y perverso entre los dictadores de la historia, se permitió la ambición de ser un presidente constitucional.
Después, es cierto, el ejercicio práctico de la república fue degradando su espíritu de convivencia. Hacía falta un sacrificio mayor para comer, sanar y educar a todos. Hacían falta gestos de generosidad y compromiso que los dirigentes no estuvieron dispuestos a hacer. Tampoco ahora.
Soy de los que atestiguan que la dirigencia de mi país, política, empresarial y sindical, corrompió el nombre de la democracia como el neoliberalismo corrompió a la libertad y el populismo a la justicia.
Hace 37 años salí a celebrar que íbamos a vivir. Y pido disculpas por mi euforia. La genuina euforia de los que volvimos a meter el sobre en una urna con el exclusivo propósito de “…asegurar los beneficios de la libertad, para nosotros, para nuestra posteridad, y para todos los hombres del mundo que quieran habitar en el suelo argentino”.