Si una vida tendría que haber protegido Vladimir Putin, era precisamente la del fundador y jefe del Grupo Wagner. Así habría sido, si la prioridad del presidente ruso fuese cuidar su imagen ante los ciudadanos rusos y ante el mundo. Pero en materia de imagen, la prioridad de Putin es defender la del líder que no puede ser traicionado ni desafiado.
Por eso cayó el avión en el que viajaba Yevgueni Prigozhin. Un crimen amplificado por la muerte de las otras nueve personas que iban en el jet del jefe de los mercenarios que hace dos meses marcharon hacia Moscú, con el objetivo declarado de aplastar a la cúpula militar del gobierno del antiguo amigo y artífice de la fortuna de quien llamaban “el chef de Putin”.
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Con los recursos ilimitados de los que dispone, Putin podría haberlo secuestrado y cargado en un avión que fuera derribado sobre Ucrania, para dejar duda sobre la autoría, extendiendo la sospecha hasta el fuego antiaéreo de los ucranianos. Pero Prigozhin iba en un jet de su propiedad, que había despegado tras dejar en tierra la lista de pasajeros y tripulantes a bordo. Y fue derribado al noreste de Moscú, o sea muy lejos del alcance de las baterías antiaéreas del país invadido, que está situado al suroeste de la capital rusa. Casi como poner la firma del autor en el escenario del crimen.
De tal modo, lo que parece haberse priorizado es la nitidez del mensaje: nadie sobrevive a una rebelión contra el jefe del Kremlin.
Tenía que ser un mensaje explícito, para que a ningún militar ni “oligarca” ruso se le ocurra conspirar contra el presidente. Un mensaje mafioso, aunque deje mal parados a los gobernantes del mundo que apoyan su invasión, o guardan silencio cómplice o maniobran con sinuosidad retórica para repartir culpas con la OTAN por el martirio de Ucrania.
Como en el envenenamiento de Alexei Navalny en Siberia, lo que llama la atención es el descaro, o la ostentación del atentado. Desde los tiempos de la Unión Soviética, los envenenamientos son el método preferido del Kremlin para eliminar adversarios. Y fue usando venenos como Putin hizo asesinar a Alexander Litvinenko, intoxicado con Polonio 210 en Londres. Aquel ex agente del FSB (el heredero del KGB soviético) quedó con los días contados cuando denunció haber recibido del presidente la orden de asesinar a Boris Berezovsky, “oligarca” que había amasado su fortuna a la sombra de Putin pero finalmente lo había enfrentado y terminó ahorcado con una cortina de su mansión en la ciudad británica de Sunninghill.
También fue envenado Serguei Skripal, otro ex agente que había sido camarada de Putin en los tiempos del KGB, pero acabó en malos términos su relación con el dueño del poder en Rusia. Vivía exiliado en la ciudad inglesa de Salisbury, y hasta allí llegó el veneno que lo postró durante meses al borde de la muerte.
Todos los que desafían a Putin acaban envenenados, acribillados a balazos, ahorcados o cayendo del balcón de un edificio. El ex vice primer ministro Boris Nemtsov fue baleado a pocas cuadras de la Plaza Roja, tras denunciar en 2015 que Putin había iniciado la invasión del Donbas ucraniano infiltrando tropas del Grupo Wagner. La periodista Anna Politkovskaya fue acribillada en su departamento moscovita por haber denunciado en un libro los brutales crímenes de guerra que ordenó Putin para vencer a los independentistas chechenos.
Esa es la suerte de quienes desafían al jefe del Kremlin. Vladimir Putin es un asesino serial que ostenta esa condición como lo hacía Iván el Terrible en el siglo XVI. La pregunta es por qué Yevgueni Prigozhin se encontraba en Rusia, en lugar de estar escondido, por ejemplo, en alguno de los países africanos donde operan sus mercenarios.
Cualquiera en el mundo que entiende cómo funciona el poder de Putin, sabía que tras la rebelión del Grupo Wagner, Prigozhin tenía los días contados. No podía no saberlo el hombre que más conoce al presidente porque comenzó a amasar su inmensa fortuna en los tiempos en que Putin era vice-alcalde de San Petersburgo y él vendía panchos en el centro de la ciudad alguna vez llamada Petrogrado y también Leningrado.
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Prigozhin calculó mal la posición que adoptaría Putin cuando él decidió marchar con su ejército mercenario hacia Moscú para aplastar la cúpula militar que encabezan el ministro de Defensa Serguei Shoigu y el general Valery Gerasimov, jefe del Estado Mayor Conjunto. El presidente defendió al generalato y acusó al jefe de los Wagner de traición. En ese momento debió saber que tenía sus días contados.
¿También calculó mal al quedarse en Rusia, al alcance de quien, inexorablemente, sería su verdugo?
Probablemente, Prigozhin pensó que no existe lugar en el mundo donde pudiera estar a salvo, si la decisión de Putin era eliminarlo. En ese caso, el lugar más seguro es allí donde no podría haber otro sospechoso de su muerte que el presidente ruso, precisamente porque la autoría de ese crimen resultaría obvia.
Tenía lógica pensar así. Pero la prioridad de Putin no es evitar que su imagen ante el mundo no sea la de un asesino serial, sino que todos sepan en Rusia que, quien desafía su poder o lo traiciona, lo que hace es firmar su propia sentencia de muerte.