El maoísmo de Xi Jinping no tiene que ver con la apuesta a la economía colectivista de planificación centralizada en la que creía con fervor dogmático Mao Tse-tung. Tampoco en la convicción del “Gran Timonel” sobre el trayecto de la historia hacia el socialismo que habían descripto Marx y Engels. Lo que el actual líder chino tiene en común con el creador del estado comunista, es la sed de poder ilimitado, el error de considerarse esclarecido por la ideología y el delirio megalómano de sentirse dotado por una sabiduría de niveles confucianos que merece depositar sus pensamientos en la constitución del país.
Tras la muerte de Mao y la caída del ultra-maoísta Grupo de los Cuatro, el poder llegó a manos de Deng Xiaoping, Zhao Ziyang y otras antiguas víctimas de esa ola de fanatismo inquisidor conocida como “revolución cultural”. Entonces, los congresos del Partido Comunista Chino se centraron en poner límites al poder personalista, reforzando la autoridad de los cuerpos colectivos, empezando por el Politburó.
Esa cúpula dirigente del PCCh tiene 25 miembros elegidos por el Comité Central, cuyos integrantes son a su vez elegidos por el Congreso Nacional que se realiza cada cinco años.
Bajo gravitación de Deng Xiaoping, los congresos del partido limitaron el poder, entre otras cosas, fijando dos mandatos quinquenales como máximo para los presidentes. Con esa regla llegó al mando Xi Jinping tras vencer en titánica pulseada a Bo Xilai, quien proponía un retorno al maoísmo de la revolución cultural.
La victoria de Xi parecía garantizar la continuidad del rumbo que hizo despegar la economía china con una turbina capitalista. Pero a partir del 2018, el presidente empezó a cambiar las reglas planteadas por Deng, para acumular poder en sus propias manos.
La primera barrera contra la que embistió es la que fijaba en dos mandatos de cinco años el límite de permanencia en el cargo. Paralelamente, sembró el Comité Central y, por ende, el Politburó, de dirigentes que le responden directamente a él, colocándose por encima de esos cuerpos colectivos. Con ese poder, empezó a presionar a las grandes empresas privadas para que aceptaran someterse dócilmente al Estado y a él mismo.
Ahora, en el XX Congreso del PCCh, Xi Jinping intentará reafirmar su poderío y clausurar la era de presidencias de poder acotado por la institucionalidad que impulsaron Deng Xiaoping y Zhao Ziyang. Falta ver si podrá lograrlo, o si encontrará resistencia.
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También se verá si el reforzamiento del autoritarismo y del control sobre el capital privado que realiza desde el 2018, con embestidas como la que disciplinó al archimillonario Jack Ma, dueño del grupo Alibabá, ha tenido impacto negativo en el crecimiento económico.
Posiblemente, su decisión de violar lo pactado con Londres para el traspaso de soberanía de Hong Kong, anulando antes de tiempo su autonomía en diversas áreas, junto con los rasgos totalitarios que tuvo y tiene su política anti-pandemia, se sumen al acoso sobre las grandes empresas provocando una desaceleración del crecimiento económico.
Si el crecimiento a “tasas chinas” empieza a quedar en el pasado, crecerá el riesgo de acción militar sobre Taiwán para poner fin a la independencia de facto que tuvo la isla desde que, en 1949, se refugiara en ella el derrotado ejército de Chiang Kai Shek y el Kuomintang.
Xi procuraría compensar con la conquista militar de Taiwán la debilidad que le causaría la reducción del crecimiento económico que su construcción de autoritarismo personalista está causando. Parafraseando al lúcido Samuel Johnson, el nacionalismo belicista “es el último refugio del canalla”.