La muerte había golpeado de muy cerca a José Manuel De la Sota en 1987. Aquel 17 de noviembre, quien por entonces luchaba por ser gobernador recibió la peor llamada: a través de un teléfono fijo de un hotel, un niño de 7 años le informó que su hija más chica, Agustina, se había ahogado en la pileta.
De la Sota nunca habló del tema en público. Solo lo hizo en su autobiografía, Quiero y Puedo, publicada en 2015. Sus palabras sobre cómo atravesó la tragedia generan aún más conmoción hoy.
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"Lo único que no tiene remedio es la muerte. Y mucho menos la muerte de un hijo. Después de semejante enormidad, está claro que no hay problema que no se pueda superar ni dificultad que no se pueda vencer", había escrito.
A continuación, repasamos el relato completo de De la Sota:
"Sucedió el 17 de noviembre de 1987 a las cuatro y media de la tarde. Fue lo peor que me pasó en mi vida. Es la primera vez que hablo y escribo sobre esto en público. La noticia me la dieron por teléfono, mientras compartía una reunión política en el Hotel Crillón de la Ciudad de Córdoba. Hacía un mes que habíamos sido derrotados por el entonces gobernador Eduardo Angeloz y estábamos analizando las causas y las consecuencias del resultado. De pronto el mozo del bar se acercó a nuestra mesa y me dijo:
-Doctor, lo llaman por teléfono desde la cabina. Es urgente. No tuve tiempo de imaginarme nada. Solo escuché la voz llorosa y entrecortada del Emi, un amigo de la familia de tan solo siete años, hijo del Buni y Ana Vanni, mis vecinos y amigos del Barrio Jardín Espinosa.
-José, vení rápido. Tenés que venir lo más rápido que puedas.
-¿Por qué, Emi, qué pasó?
-Se murió 'la Agustina'.
El mundo se derrumbó. Se me cayó, literalmente, en la cabeza. No podía entender nada. No quería entender nada. Que se ahogó. Que está muerta. No podía ser cierto. No tenía que ser cierto. Los padres tienen que morirse antes que los hijos.
Ella era y es mi ángel más chiquito. La más pequeña de mis tres hijas, después de Candelaria y Natalia. Con su carita pecosa y su mirada pícara. Ella no tenía y no tiene por qué estar muerta. Ella, en mi memoria, está esperando, ansiosa, que la lleve a la pista de patinaje sobre hielo. Ella está sobre mis rodillas llenándome de besos.
¿A quién se le ocurre que se puede morir a los cinco añitos por un absurdo accidente en una pileta? Ella nadaba muy bien desde que tenía dos años. La habíamos llevado a una academia, temerosos por tener piscina en nuestro jardín.
Nunca sabremos cómo fue. Silvia no estaba en casa y Natalia, al notar su falta, comenzó la búsqueda. Nadie miró en primera instancia hacia la pileta. Pero allí estaba. Y de allí la sacaron Natalia y la joven que trabajaba en nuestro hogar.
Llegué a casa. No sé cómo pero llegué. La ambulancia estaba en la puerta pero ni me detuve. Entré al jardín y allí estaba. Con los médicos del servicio de emergencias intentando revivirla. Me les abalancé, pero ellos repetían, desolados: -No podemos hacer nada.
Me desesperé todavía más. ¿Cómo no pueden hacer más nada? Tienen que hacer algo. ¿Acaso ustedes no están para salvar vidas? Entonces sálvenla. ¡Tienen que salvarla! ¡Se los pido por favor! ¡Por Dios se los estoy pidiendo!
Me arrodillé. Ella estaba acostadita sobre el pasto del parque. Dormida. La besé. La besé muchas veces. Y a partir de ese momento no me acuerdo de nada más.
Durante años no me quise acordar de nada. Ni siquiera he podido hablar de Agustina con mis hijas Natalia y Candelaria. Con Natalia, que la encontró en el fondo de la pileta y la sacó. Con Candelaria, que siempre, y ese día también, se la pasaba desenredándole el pelo entre mimos. Y no pude porque Agustina todavía está aquí. En el alma. En el pecho. En los recuerdos. Está ahí y duele. Duele mucho.
Ya pasaron veintisiete años y sigue doliendo como el primer día. Sólo Dios sabe todo lo que duele. Y ninguno de los que la amamos volvimos a ser los mismos. Pero en mi caso, este dolor insoportable me enseñó a distinguir lo verdaderamente importante de lo que no lo es. Que lo único que no tiene remedio es la muerte. Y mucho menos la muerte de un hijo.
Después de semejante enormidad, está claro que no hay problema que no se pueda superar ni dificultad que no se pueda vencer. Para lograrlo, en la vida, en la política y en la función pública, lo único que hay que hacer es distinguir lo importante. Lo importante de verdad.