Para Córdoba en particular, y para la Argentina, es motivo de orgullo la noticia de que Sergio Calderón haya sido elegido como el mejor sommelier del mundo bajo la exigente mirada de Les Grandes Tables du Monde, o sea de los más de 180 mejores restaurantes del planeta.
Sergio ya había ganado en 2010 el certamen de mejor sommelier de Francia, otro certamen que organiza la revista Le Chef. Es un “crack”. Nació en Colonia Caroya, se crió en Córdoba y a los 21 años se fue a Francia, enamorado de su actual esposa Evelina.
En realidad, quería ser médico, pero el amor fue más fuerte. Se casaron muy jóvenes y formaron una familia de cuatro hijos. Cuando Sergio emigró en 1983 no sabía una palabra de francés. Le tocó morder el polvo como a tantos que parten en la búsqueda de otro destino. Hoy es ciudadano franco argentino, pero es famoso en el mundo entero.
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Es tan sencillo como profundo en sus palabras sobre la cultura del vino. No exagero si les digo que su vida amerita varios capítulos de una serie. Cuando alguien es conocido y respetado en las mesas de los mejores cocineros y bodegas del mundo, estamos en presencia de una personalidad única.
Para mí, Sergio es amigo y maestro, compartí su refinada sensibilidad y sus enseñanzas durante un viaje por la Borgoña en 2015. Conocimos productores pequeños que hacen unos chablis memorables y también nos recibieron (sólo porque íbamos con él) en una de las mejores bodegas del mundo, Romanne Conti.
Junto con su colega Paz Levinson (otra gran sommelier que salió cuarta en el último mundial que se hizo en Mendoza en 2016) están escribiendo un libro para las nuevas generaciones de esta profesión que tiene una gran demanda en todo el mundo.
Quieren transmitir experiencias, pero también orientar esas aptitudes de quienes deben saber de antemano lo difícil y extenuante que puede resultar esta profesión en pleno auge. Un trabajo sacrificado, tan complejo como es descubrir los más diversos destilados y bebidas que se elaboran en todo el mundo. No pocos se pueden perder en medio de un océano de frustración y desencanto.
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Le pregunté a Sergio cuánto hay de estudio y cuánto de entrenamiento. Y, en su caso, les dio importancia a ambos, pero mucho más a lo último. “No concibo mi vida sin una copa de vino todos los días”, me dijo. Cualquiera puede pensar que Sergio se mueve en ambientes donde sobresale el glamour, la sofisticación y el lujo. Sin embargo, él no se siente para nada una estrella de la sommelería mundial.
Le pregunté si podría ser considerado el Messi de los sommelier. Primero sonrió, después me dijo que detrás del astro argentino, además de talento, hay horas y horas de práctica y entrenamiento, que es lo que él hace todos los días en cualquier parte del mundo en la que se encuentre.
La mejor definición está en el galardón que consiguió recientemente, por “su acercamiento muy libre al vino, sin ideas recibidas, ni prejuicio”. Sergio Calderón puede transitar las grandes autopistas del vino y los senderos más pequeños, pero a la hora de juzgar, afina su mirada, bebe un sorbo, se concentra en su amplia memoria olfativa, y escanea lo que acaban de percibir todos sus sentidos.
Calderón es un agradecido a la familia de Michel Brass. Hace 30 años que trabaja allí en el restaurante Le Suquet, en Laguiolle, una meca de la gastronomía mundial. En ese lugar lo definen así: “El argentino recorre viñedos del mundo, conoce a los enólogos, deambula por los viñedos, degusta, selecciona, deposita las joyas raras que ciertos proveedores guarda exclusivamente para él, un vínculo común basado en el discernimiento y la pasión por los grandes vinos”.