Blas tiene 17 años. Hace cinco meses que está confinado. Se enoja, se aburre, se contiene. De pronto sale la oportunidad de los bares y la toma. Cómo no la va a tomar. No hay otra cosa que hacer. Ni fiestas, ni reuniones, ni escuela, ni deportes.
Bebe unos tragos con sus amigos. Importa poco qué tragos. Y salen. No importa a dónde. Son cuatro compañeros de colegio y una compañera. Se gastan bromas, cambian opiniones y, aunque cuesta, intentan proyectar un futuro cercano. Qué van a hacer cuando terminen la escuela. Si es que terminan.
Ven uno de los tantos controles policiales y dan vuelta en U. Se asustan quizás. Poco importa. En la maniobra se cruzan con una moto. Alguien insulta. Rompen un espejo retrovisor. Es una aventura más, de las tantas de un adolescente. De eso está hecha esa edad. De aventuras. A falta de sueños interrumpidos por la cuarentena.
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Cruzan el puente y hay otro control. Dos patrulleros. No están nunca allí pero esas noche es como si los esperaran. No pueden volverse. Disminuyen la velocidad y luego aceleran. Como si escondieran algo. Poco importa. A los chicos les gusta esconder. La edad, la hora, el aliento.
Pasan. Ya está. Ya pueden seguir. Pero el auto se convierte en una lata que se abolla, se llena de ruidos. Como si los apedrearan. No son piedras. Son balas. Dos policías del control han empezado a apretar el gatillo con furia. Como si los guiara el orgullo herido. Disparan varias veces, como en una película. Pero esto es la vida real. Adentro va Blas con cuatro amigos que no entienden qué pasa. Hasta que toman nota que los policías disparan, cuatro, cinco, seis veces. 10 o 15 quizás. Algunas balas se escapan. Se pierden en la Vélez Sarsfield. Otras no. Otras llevan destino trágico. Obedecen al orgullo herido. Una agujerea la capucha de un amigo. Otra se incrusta en el apoyacabezas. Una tercera perfora la espalda de Blas. Los chicos discuten. A los gritos. Cómo no van a gritar en una situación así. El corazón late más rápido que la marcha del auto. Ninguno sabe dónde ir. Ni el auto, ni el corazón.
Blas siente frío. Frío y hueco. Como si le chuparan el aire y la sangre. "Me pegaron un tiro", dice. Pero ya no sabe muy bien lo que dice. El mundo entero se revuelve. Entra y sale por el agujero del balazo policial.
Si es que había alguna chance de la que la vida no escapara agujero, se perdió en una clínica donde los “protocolos” impedían atender a un moribundo. Un chico de diecisiete años que una hora atrás todavía esperaba el momento de llevarse el mundo por delante.
Los policías que disparan son jóvenes de más de 30 y llevan casi 10 años en la fuerza. Una fuerza civil que tiene estructura militar. En una época existía el policía de la esquina. A la gente le gustaba saludarlo, ser su amigo, se sentía cuidada, asistida. Épocas lejanas. Hoy el que ve un patrullero piensa en pasar lo más lejos posible. Así es la distancia que se fue generando. Sólo los dos cabos primero saben por qué dispararon, y si van a excusarse en el exceso de servicio, las horas sin dormir, los sueldos bajos, la recarga de adicionales y extras para llegar a fin de mes. Pero Blas está muerto sin excusas. La mamá lo va a extrañar cada día de su vida.
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A los policías no los seleccionan para cuidarnos. Si fuera así, los entrenarían mejor, los instruirían mejor, los controlarían mejor. Hace rato que la policía no es una fuerza vocacional, aunque mucho de sus hombres lo sean.
¿Por qué no hay policías del este, del sureste provincial y sí muchos del noroeste? ¿Depende de la geografía que alguien quiera armarse para cuidar a la sociedad? ¿O será porque, ya que estamos, usamos a la fuerza como bolsa de trabajo y de paso pagamos favores y generamos facturas políticas?
Esa lógica electoral es la que forma los cuadros que, armas en mano, salen a la calle a cuidarnos. Blas no termina de entender los modos de protección de la 9 mm. En el gélido final de la madrugada, alcanza a entender que para cuidarlo, le perforaron la espalda y los sueños.