Ignacio Bustos, Marcos Fabián, Diego Bravo y Juan Massa murieron hace un año en la ruta 11, cuando el auto en el que viajaban a dirigir un partido impactó de frente contra un camión.
La conmoción alrededor de la Liga Cordobesa fue inmensa y, doce meses después, el dolor continúa. "Hoy se conmemora el Día del Árbitro en homenaje a la cuaterna arbitral", nos contó Nadia vía El Doce y Vos, junto al texto que escribió su hermano, Ulises Brizuela, compañero y amigo de las víctimas.
A continuación, lo compartimos completo:
Héroes Silenciosos (dedicado a la cuaterna de la eternidad)
Llueven papelitos desde la tribuna. Las palmas de los aficionados revientan unas con las otras transformándose en el aplauso más ensordecedor que pudo haber escuchado las tribunas de ese estadio. Están por aparecer los protagonistas. La terna inaugura el túnel y los equipos se enfilan detrás de los hombres de negro, listos para jugar el partido más importante de la historia. Nacho, el árbitro principal, frena en la boca del túnel para agarrar con sus manos la pelota, y de pronto la sensación lo deposita en su dormitorio, sentado en la cama, esperando los mates de su vieja, la Esther, mientras hace zapping buscando algún resumen del partido que acaba de empatar Belgrano.
Si su vieja lo viera, ahí, a punto de dirigir ese partidazo… Nachito deja de pensar en los mates, y vuelve al partido, mientras en su cara se dibuja una sonrisa cómplice: si supiesen Fabricio y el Colo Peressini lo bien que se vio el partido de la B en Coritiba. Algún día les contará que, desde acá, desde el cielo, los partidos tienen otra perspectiva, única, diferente, les dirá que él también viajó, gritó cada gol y fue testigo de cómo el fenómeno de la B hacía eco hasta en los periódicos del paraíso, y seguro que en algún que otro del infierno. De paso le preguntará al Colo como anda su hija, que debe estar enorme, porque uno se va un año y las cosas cambian hasta de esencia; y le dirá al Fabri que no sea gil, que no se piense que está solo, que él también desde acá hace fuerza para que algún día llegue a Primera División.
Nacho revisa sus bolsillos: tarjeta amarilla adelante, tarjeta roja atrás, moneda para el sorteo, lápiz y silbato en mano. Mira de reojo, y por atrás, una veintena de tipos esperan su ok para salir al campo de juego. Entre esa veintena, el que lo segundea, es Marquitos, árbitro de la reserva y primer asistente ahora. Lo mira, y “Wachin”, como le decían sus compañeros árbitros, le devuelve el gesto con su mirada furtiva y seria, que indica que en el partido de reserva tuvo que repartir tarjetas pero que salió todo bien, a pesar de las dos expulsiones, la de Abel y Caín, una para cada bando. Esos dos que se fueron directo a las duchas, seguro que traían alguna bronca de antes.
Nacho le pregunta si ya está listo y Wachin le dice que en un minuto, mientras se tapa la pulsera de la T con la muñequera. No quiere que ahí en el cielo se enteren que él es matador, ya tiene demasiado con los retos de San Pedro, que le hace acordar mucho a las cagadas a pedo de Ricardo Olmedo, cuando se la mandaba acelerando la moto, presumiéndole a su novia. Ni hablar de su vieja, Graciela, de quien extraña los retos y los abrazos, y de su viejo, Eduardo, a quien sigue viendo como su gran modelo a seguir, ahora que le siguen recordando lo iguales que son.
Qué dirían ambos, si se enteraran que acá arriba la está pasando fenomenal, que los está cuidando siempre abrazándolos en cada pensamiento. Wachin, acomoda la muñequera Diadora que le regalo su amigo, el perro Billone, y se anota mentalmente no olvidarse que, cuando termine el partido, de alguna manera debe mandarle una señal para que deje preocuparse tanto por la salud de La Mona. Es que a Wachin, Dios le confirmó, en una de las primeras charlas que tuvieron, que al mandamás del cuarteto todavía le queda para rato cantando en el Sargento.
Marquitos controla sus tarjetas, enrolla su banderín y mira a los otros dos integrantes de la cuaterna arbitral: Diego y Juancito. Ambos están charlando de Talleres, el club de sus amores, como si estuviesen de paseo, o tomando una cerveza. Wachin les llama la atención, pero Dieguito no puede dejar de pensar en lo contento que estará su papá Diego con el reciente ascenso de la T. De seguro que él ya sabe que gritó y se abrazó en cada gol en las dos categorías del bendito ascenso. Eso sí, Dieguito no le va a confesar nunca, ni a su papá Diego, ni a sus hermanas, mucho menos a su mamá Belén, que él también tuvo algo de crédito en ese zapatazo al ángulo del Cholo Guiñazu. Aunque no sepa que a Belén eso lo pondría muy orgulloso, como siempre.
Dieguito cumple con el mismo ritual de Wachin, controla sus tarjetas, y se esconde debajo de su remera, el collar con el silbato de plata, que se puso con Diego, su papá, cuando lo compró en una joyería del centro. Sabe que, mediante ese silbatito, estarán unidos para siempre.
Mientras tanto, Juancito, que acaparó el reto de Wachin como si fuese el de mamá Nancy, se mira sus incondicionales zapatillas blancas, y se pregunta si el gringo Stevenott o Monjes lo retarán diciéndole que el árbitro tiene que ir todo de negro, cosa que entra totalmente en contradicción con los pibes de la famosa banda de la "Sub 20".