Hace poco el rector Hugo Juri decía en una entrevista con Perfil, que el desafío es cómo resignificamos los valores de la Reforma Universitaria al cumplirse los 100 años.
Y aquí van algunas miradas, reflexiones y críticas de los objetivos de lucha que plantearon los valientes reformistas del 18, con aquel grito de libertad profundamente anticlerical y antioligárquico.
Rescato el cogobierno de docentes, estudiantes, egresados y no docentes. Y también los objetivos de amalgamar la docencia con la investigación y la extensión.
Entre otras razones, porque se requiere de esfuerzo para garantizar el acceso al derecho a una educación universitaria, pero ese esfuerzo es enorme si se quiere que sea moderna y de calidad. Escucho a mis amigos docentes universitarios decir que muchas veces resulta difícil llevar adelante el compromiso y la vocación, para sostener condiciones de calidad en la tarea de formación de estudiantes y en la profundización de líneas de investigación.
Especialmente para las carreras nuevas, las condiciones de trabajo de los docentes no son las mejores. Por un cargo simple de 10 horas, el sueldo no supera los siete mil pesos. Esto es por dar trabajos prácticos en dos materias cuatrimestrales, dirigir y evaluar tesistas, participar de equipos de investigación, etc.
La Universidad necesita docentes dedicados y bien pagos para que la educación sea entendida como una inversión social. Eso no ocurre hoy. Para reunir un ingreso mínimamente digno, un docente a veces tiene que sumar 30 horas en media docena de materias diferentes, con una sobrecarga de trabajo para nada aconsejable.
La Universidad sigue en deuda con otro de los objetivos de la Reforma: democratizar el conocimiento. Es cierto que la UNC es de “puertas abiertas”, pero siguen siendo escasos los ejemplos en los que la enseñanza sale afuera para resolver los problemas de la sociedad.
Pero si algo caracteriza fuertemente a nuestra Universidad es que en las aulas se puede ver una interesante diversidad de orígenes sociales, desde el hijo de un decano o de un rector, pasando por hijos de recolectores de basura y de naranjitas, hasta personas de la tercera edad y empleadas domésticas, y también de otros países de Latinoamérica, si bien esto ha disminuido notoriamente desde los 70.
Aún cuando existe la libertad de cátedra, que es otro de los principios reformistas, hay que admitir que el espíritu científico y la tolerancia no se ha extendido a lo largo y ancho del ámbito universitario. Porque fue en Córdoba que se colocó un hito fundamental, en 1869 cuando Sarmiento creó la Academia de Ciencias. Y también cuando a fines de la década del 50 del Siglo XX se creó a nivel nacional el Conicet.
Es cierto que los vaivenes políticos tuvieron su influencia. Por ejemplo, cuando la llamada época de oro de la Universidad reformista se frustró durante la Noche de los Bastones Largos.
En la Universidad actual, a muchos no les gusta que se hable de la acreditación académica, una tarea que realiza periódicamente la CONEAU (Comisión Nacional de Evaluación y Acreditación Universitaria).
Lo mismo pasa con el programa del incentivo docente que inauguró la presidencia de Menem. Pero reconocidos científicos de la UNC me aceptan que claramente ayudó a despegar la producción en investigación en muchas áreas.
Así como elogiamos la libertad de cátedra y la autonomía de la Universidad, nos preguntamos por qué en algunas facultades se dejaron de lado valores reformistas como la periodicidad de la cátedra y el acceso por concursos de antecedentes y oposición, reemplazándolo por un laxo sistema de control de gestión (gestión Carolina Scotto).
Es un secreto a voces. No es lo mismo someterse al jurado de un concurso, que ser evaluados por profesores que, en algunas ocasiones, mantienen alguna afinidad política e ideológica, y hasta similares conveniencias político académicas.
Tampoco es un secreto que en algunas unidades académicas ni siquiera toman en cuenta las crónicas inasistencias de una parte de profesores que están al frente de la cátedra, que igual cobran el sueldo, mientras sus adjuntos o jefes de trabajo prácticos se sobrecargan dictando las clases y tomando exámenes.
O que en algunos equipos de investigación, todos cobran a fin de mes y sólo trabaja la mitad.
Es probable que en estos casos las autoridades hagan la vista gorda. Si hay profesores que durante cuatro o cinco años no aportaron nada significativo al frente de la cátedra, no se les debería permitir el ingreso a la carrera docente.
En muchos de estos casos, estaríamos frente a una encerrona. Tal vez lo que se busca es obtener un beneficio político a futuro, un voto en el Concejo Directivo o en el Superior, pero claro está, con un costo académico al permitir bajos rendimientos al frente de la cátedra.
Pareciera existir una tensión permanente entre los postulados democráticos y los objetivos de excelencia académica. La sociedad argentina siempre estará expectante y exigirá que con sus impuestos, que son el sostenimiento de las Universidades y centros de investigación, no se fomente el para nada ejemplificador ejemplo del clientelismo político que es tan común en la administración pública y en la Justicia.
En este centenario de la Reforma tengamos bien presente lo que decía el Manifiesto: “Las universidades han llegado a ser así el fiel reflejo de esas sociedades decadentes que se empeñan en ofrecen el triste espectáculo de una inmovilidad senil. Por eso es que la Ciencia, frente a estas casas mudas y cerradas, pasa silenciosa o entra mutilada y grotesca al servicio burocrático”.
Agradeceré por siempre ser un profesional formado en la Universidad pública. Y si queremos tener una sociedad más justa desde la educación pública y gratuita, comparto con ustedes este enunciado de Gramsci que mi hija citó en su discurso de colación en la Facultad de Sociología de la UBA: “Instrúyanse, porque necesitaremos todo el conocimiento. Organícense, porque necesitaremos toda nuestra fuerza y conmuévanse, porque necesitaremos todo nuestro entusiasmo”.