La escena en la que Julian Assange atraviesa las puertas enrejadas de la prisión de Belmarsh y, poco después, aborda el avión que lo alejará del Reino Unido, donde llevaba doce años atrapado, parece el final de una película de intrigas, espionaje y conspiraciones. Pero podría tener segunda parte. Es difícil imaginar a ese rebelde modelo siglo 21 dedicándose a otra cosa que no sea perforar blindajes informáticos para robar y esparcir secretos de las potencias y de los protagonistas de la escena política internacional.
Sin embargo, para poner fin a la pesadilla que lo mantuvo enclaustrado durante doce años, debió hacer una concesión dolorosa a la Justicia norteamericana: declararse “culpable de conspirar para obtener y divulgar ilegalmente información clasificada”.
Sus admiradores más fervientes ya saben que no es un héroe. Los japoneses más fanáticos de la primera mitad del siglo 20 descubrieron que su emperador no era un Dios cuando vieron a su representante firmar la capitulación sobre la cubierta del acorazado Missouri, bajo la mirada triunfal del general MacArthur. Salvando distancias entre la sacralidad y lo terrenal, habrá defraudado a muchos ver a Julian Assange rendirse para poner fin al suplicio que padecía, asumiendo culpabilidad en lugar de mantenerse en la trinchera desde la que batalló todos estos años, calificando su caso como un ataque del estado norteamericano a la libertad de prensa y afirmando ser un periodista que al obtener y revelar secretos de Estado actuaba como tal, y no como un espía y un conspirador.
En algún momento, el creador de WikiLeaks tendría que decir el equivalente al “eppur si muove” (sin embargo se mueve) que atribuyen a Galileo cuando salió de Santa María de Sopra Minerva, el convento romano donde la inquisición lo atormentó hasta hacerlo abjurar de la teoría heliocéntrica y calificar a las matemáticas como un “arte diabólico”. De ese modo, como el gran astrónomo renacentista, Assange dejaría claro que si bien fue doblegado, sus carceleros no lograron convencerlo de que la razón está del lado de ellos.
Pero muchos otros lo comprenderían incluso si guarda silencio y pasara a “cuarteles de invierno” para siempre y no sólo mientras duren los fríos gélidos por los cuales en la antigua Roma acantonaban las tropas hasta la primavera, dando origen a la expresión.
Este insurgente cibernético comenzó en su adolescencia en Queensland, el estado australiano donde nació y creció. Más tarde creó WikiLeaks, el sitio web que se dedicó a derramar en el mundo los caudales de información confidencial y secreta que conseguía perforando los blindados encofrados informáticos del Pentágono.
En el 2010, a sólo cuatro años de su creación, WikiLeaks obtuvo y esparció por el orbe océanos de información secreta y documentos confidenciales de la Secretaría de Defensa norteamericana. El mundo pudo ver por televisión, entre otros crímenes aberrantes, las imágenes tomadas desde el helicóptero artillado a Apache que disparó a mansalva sobre bagdadíes que acribillados sin razón alguna.
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El entonces presidente Barak Obama no presionó a la justicia de Estados Unidos para que persiguiera al hombre que dinamitó el dique e inundó el mundo el mundo de información que Washington ocultaba. Más tarde conmutaría la pena. Pero llegado Trump al poder, presionó para que Assange sea perseguido implacablemente y, si no podían capturarlo y llevarlo a Estados Unidos, pierda su libertad donde quiera que se encuentre.
La denuncia jamás probadas de dos mujeres suecas por abuso sexual y violación, motivaron un pedido de extradición por parte del país nórdico que el Reino Unido, donde se encontraba Assange, se disponía a cumplir. Por eso el director de WikiLeaks se refugió en la embajada ecuatoriana y pidió un asilo político que el entonces presidente Rafael Correa le concedió de inmediato. Pero el gobierno británico no le dio el salvoconducto que necesitaba para salir de la embajada y trasladarse hasta el aeropuerto para tomar el avión que lo llevaría a Quito.
La acción más oscura de WikiLeaks fue obtener y difundir en el 2016 información del Comité Nacional Demócrata que perjudicó a Hillary Clinton porque eran transcripciones en la que la entonces candidata demócrata había apoyado enfáticamente el libre comercio y las fronteras abiertas, por ende, se sumó al accionar de los hackers de Vladimir Putin para colaborar a que Trump pueda llegar al poder.
Desde hacía cuatro años, Assange estaba atrapado en la embajada ecuatoriana en Londres por el pedido de extradición que había hecho Suecia por la denuncia de dos mujeres que lo acusaban, sin pruebas claras, de abuso sexual y violación.
Promediando los siete años de ese enclaustramiento en una sede diplomática pequeña y sin espacios abiertos donde poder al menos caminar al aire libre, Julian Assange fue perdiendo estabilidad emocional. El encierro lo estaba perturbando sicológicamente y empezó a maltratar empleados y funcionarios de la embajada.
Finalmente, Lenin Moreno, más dispuesto a llevarse bien con Washington que con Moscú, como prefería su antecesor Rafael Correa, anuló el asilo concedido por ecuador y la policía británica pudo entrar a la embajada y llevar al fugitivo a la cárcel de Belmarsh.
Otros cinco años de encierro pasaron, esta vez en una celda, con la justicia británica estudiando la acusación norteamericana de haber violado la Ley de Espionaje de 1917, aprobada en el marco de la Primera Guerra Mundial y por razones vinculadas a ese conflicto. Pero los jueces británicos también aceptaron todos los recursos presentados por la defensa del australiano, evitando extraditarlo. Ese tiempo le permitió llegar hasta que la justicia de Estados Unidos, sin que el nuevo presidente demócrata, Joe Biden, la presionara, le ofreció a Assange dar por cumplida su condena y dejarlo en libertad, a cambio de que acepte declararse culpable de “obtener y difundir ilegalmente información clasificada”.
La película de intrigas, espionajes, persecuciones y defensas de la libertad de prensa que puso al mundo a discutir si era un forajido global o un periodista justiciero, ha llegado a su fin. No obstante, podría venir una segunda parte. También una larga saga. La decisión está en manos del estelar protagonista: Julian Assange.