No era fácil negociar con los británicos por dos razones: no había precedentes de lo que estaban negociando y del otro lado de la mesa de negociación estaba el imprevisible y desprolijo Boris Johnson, primero saboteando los esfuerzos de razonabilidad de Teresa May y después tomando él mismo el timón de un barco a la deriva. Pero Michel Barnier tuvo la paciencia, el cálculo y el buen pulso para el tira y afloje de un proceso que se iba inventando sobre la marcha.
Haber sido el negociador de la Unión Europea (UE) para la concreción del Brexit hizo notable a ese conservador que siempre jugó en las segundas y terceras líneas. Aún habiendo negociado la compleja salida británica de la UE, su fama era limitada hasta que Emmanuel Macron lo sacó de la galera para desconcertar a la izquierda dura, a la derecha extrema y también a los propios.
Fue la gambeta más inesperada. El presidente francés jugó en el límite de las reglas democráticas francesas. El sistema galo es un presidencialismo con dosis fuerte de parlamentarismo, por lo que las elecciones legislativas son las que normalmente deciden quien ocupa el cargo de primer ministro, aunque la designación final sea decidida por el presidente.
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Dicho de otro modo, el jefe de Estado es el que elije al jefe de gobierno, pero la lógica democrática y la tradición de la V República lo obligan a elegirlo en las filas del partido más votado en los comicios parlamentarios. Pues bien, Macron dejó de lado esa tradicional obligación y, más de dos meses después de la elección en la que ganó la coalición izquierdista, eligió como primer ministro a un hombre del partido centroderechista que salió cuarto en las urnas, con el acuerdo de la extrema derecha que quedó relegada al tercer lugar.
El astuto y escurridizo presidente francés intentó, primero, armar un cerco para aislar electoralmente a la ultraderechista Agrupación Nacional (AN) que lidera Marine Le Pen. Como a la sorpresa electoral la acabó dando el Nuevo Frente Popular, la coalición de izquierda dura y centroizquierda que aglutinó y lideró La Francia Insumisa, el partido izquierdista filo-marxista de Jean-Luc Melenchon, el presidente francés giró el U y terminó buscando un candidato a primer ministro que no sea vetado por AN para que, con el respaldo de la centroderecha gaullista y del propio partido liberal de Macron, pudiese encabezar el nuevo gobierno.
A esta jugada inesperada hasta por los propios la facilitó la fragilidad de del Nuevo Frente Popular por la dificultad de su facción socialdemócrata para apoyar al ideologizado y controversial melenchon.
En síntesis, sin haber violado ninguna ley, el mandatario francés le hurtó el triunfo a la coalición izquierdista, obligó a la extrema derecha a votar a favor de su elegido y sacó al partido centroderechista Republicanos de su derrotado cuarto puesto haciendo que de sus filas saliera el nuevo primer ministro, como si a la elección la hubieran ganado los que perdieron.
Haber jugado tan sobre la línea le exigirá que en los dos años que le quedan en la presidencia ayude a Michel Barnier a realizar una buena gestión. Emmanuel Macron ya no tendrá margen para futuras gambetas ni le quedarán conejos en la galera.