Joe Biden hizo todo lo posible para convencer a Benjamín Netanyahu que no devolviera el golpe recibido desde Irán el martes primero de octubre, cuando el régimen de los ayatolas dispararon casi doscientos misiles balísticos sobre Israel.
Hasta ahora, el presidente norteamericano jamás ha podido controlar al primer ministro israelí. En este caso, lo mejor para el jefe de la Casa Blanca habría sido un ataque tan quirúrgico que, para el resto del mundo, pasará desapercibido.
Así fue la respuesta israelí al bombardeo de abril. Contundente como mensaje, pero para nada estruendosa. El ataque de venganza fue exclusivamente a los radares que activan las defensas antiaéreas de los sitios donde hay centrales atómicas y donde se desarrolla el proyecto nuclear de la República Islámica. El golpe fue tan certero que, durante largas horas, sino días, esos puntos estratégicos situados en Natanz, Arak, Izfahan y Bushehr quedaron desprovistos de su protección antiaérea.
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El mensaje de aquella acción quirúrgica estaba a la vista: si pudimos destruir esos radares, podemos también destruir sus centrales atómicas y sus plantas de desarrollo del proyecto nuclear.
Con 180 misiles balísticos disparados el martes contra Israel, respondió que no cede ante esas amenazas.
Ahora, Israel está obligado a devolver el segundo golpe directo de la teocracia chiita contra su territorio. Si no lo hace, Irán habrá vencido en este duelo, a pesar de que su segundo bombardeo, del mismo modo que el primero, mostró más fortaleza en Israel para la defensa que en Irán para el ataque, incluso habiendo sido una verdadera ostentación iraní de su vigoroso músculo militar.
El problema para la teocracia persa es que, si Netanyahu no está exagerando para infundir miedo con sus insinuaciones, Israel confía en poder decapitar el régimen chiita como lo hizo con Hezbollah con los bombardeos sobre Beirut que mataron a Sayyed Hassan Nasrallah y el grueso del liderazgo de la organización ultraislamista.
Por las dudas, el ayatola Alí Jamenei ya ha sido escondido varias veces en lugares desconocidos ante ese peligro. Irán ha sido profundamente infiltrada por el Mossad, lo ha mostrado muchas veces, entre ellas asesinando al jefe político Ismail Haniye, nada menos que en Teherán, donde se encontraba por la asunción de Masoud Pezeshkián como nuevo presidente.
A Biden no le preocupa que un bombardeo sepulte el régimen iraní entre escombros, sino la inmediata escalada que eso podría detonar en todo Oriente Medio y más allá de esa región.
A los demócratas les preocupa que un tembladeral global los perjudique en la elección presidencial de noviembre. Por eso presiona a Netanyahu, para que se abstenga de atacar la cabeza misma de la teocracia persa.
El problema es que, si no es eso, la otra respuesta en los niveles de destrucción que ha insinuado Netanyahu es el bombardeo a las centrales nucleares y demás sitios de desarrollo atómico de Irán, lo que podría generar un Chernobyl en la costa Este del Golfo Pérsico. Y una tragedia humanitaria como la que causaría atacando los blancos en Natanz, Arak, Isfahan y Bushehr, demonizaría al Estado judío y acrecentaría el peligro de una escalada global del conflicto.
La cuadratura del círculo sería poder dar un golpe demoledor como respuesta al ataque iraní del martes primero de octubre, sin generar riesgos de genocidio ni de que sea el Big Bang de una escalada descontrolada del conflicto.
En ese sentido, la posibilidad que aceptaría el presidente norteamericano, si es que no fue él quien lo propuso, es un ataque destructivo a la infraestructura petrolera.
La exportación de petróleo, legal e ilegalmente, haciendo ingresar al país unos 35 mil millones de dólares anuales, es la bocanada de oxígeno que le permite a Irán sobrevivir a las asfixiantes sanciones económicas.
¿Será esa la respuesta dura, y a la vez calibrada, de Israel a Irán? ¿O Netanyahu tomará más riesgo apostando a lo que ha insinuado en sus inquietantes últimos discursos?