La historia de Israel demuestra que los triunfos militares, indispensables para la continuidad de su existencia, no alcanzan para que esa existencia sea con paz y seguridad. Para alcanzar la existencia pacífica y segura, hacen falta victorias políticas. Eso fueron los acuerdos de paz con el presidente egipcio Anuar el Sadat y con el rey Hussein de Jordania.
Esos históricos logros políticos pusieron un final definitivo a las invasiones de ejércitos árabes como las ocurridas en 1948, en 1967 y en 1973. Pero el proyecto de destruir Israel que abandonaron Egipto, Jordania y posteriormente la OLP, siendo congelado en los demás países árabes, reencarnó en la República Islámica de Irán y en las organizaciones fundamentalistas que cooptó y financió en el Líbano, Siria, Irak, Yemen y la Franja de Gaza.
Los palestinos de Gaza y Cisjordania vivirían mejor si desaparece Hamás, al gobierno en ambos territorios lo ejerce la Autoridad Nacional Palestina (ANP), pero reformada y depurada de su crónica corrupción, con Emiratos Árabes y Arabia Saudita encargándose de proveer seguridad y, junto con Israel, de la reconstrucción de todo lo que destruido.
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A su vez, el Líbano dejará de ser un Estado fallido y vivirán en calma los sunitas, drusos y maronitas, además de un amplio sector de la comunidad chiita que no se siente representado por el fanatismo belicista de Hizbollá, si desaparece ese instrumento utilizado por Irán para su guerra contra Israel.
También la mayoría de los iraníes que están hartos del régimen represivo de los ayatolas desea que la teocracia caiga y que haya una democracia laica donde el presidente, el Majlis (legislativo) y la Justicia no tengan por encima un liderazgo religioso concentrando el poder.
Nadie que entienda el carácter reaccionario y oscurantista de la ideología ultraislámista puede desear el triunfo de Hizbolla y Hamás. Nadie que crea en la igualdad de géneros, respete la diversidad sexual y necesite las libertades individuales y públicas como al oxígeno, puede desear que la teocracia iraní consolide su imperialismo ultraislámico-chií en países árabes y logre destruir Israel.
Del mismo modo, nadie que valore a Israel como la única democracia de la región, donde la mujer tiene los mismos derechos que el hombre y donde se respeta la diversidad sexual, puede desear que Benjamín Netanyahu logre su objetivo de someter el Poder Judicial y perpetuar un gobierno de ultraconservadores y ultrareligiosos como el que encabeza, y con el que se propone destruir la “solución de los dos Estados” y que los violentos colonos implantados en Cisjordania consoliden su ocupación.
Las democracias del mundo que aún no sucumbieron al populismo ultraconservador ni de izquierda, apoyarían más a Israel si cayeran Netanyahu y su gobierno extremista. También aplaudirían que se aplique la “solución de dos Estados” y que las monarquías petroleras del Golfo conviertan Gaza en una Dubai de la costa del Mediterráneo.
Ese sería el mayor triunfo, no de Netanyahu, sino de la democracia israelí. No hay victoria política sin un triunfo militar, pero no hay verdadero triunfo militar sin victoria política. Lo segundo es lo que Netanyahu no acepta, a pesar de que la historia de Israel es una sucesión de triunfos militares que nunca desembocan en una existencia con seguridad y en paz.
En las guerras de 1948, 1967 y 1973, el Israel gobernado por la izquierda secular fue atacado de manera simultánea por varios países árabes. Siempre terminó venciendo. También derrotó a las milicias de Fatah, el FPLP, el FDLP y otras agrupaciones que integraban la OLP, el movimiento secular que lideraba Yasser Arafat. Sin embargo, después de aquella triunfal resistencia no vino la paz con seguridad, sino una nueva camada de enemigos: Irán y sus implantes en Líbano, Siria, Irak, Yemen y Gaza. Ocurre que aún faltaban las victorias políticas que todavía Israel no ha logrado y sólo puede conseguirse con un acuerdo integral de paz y cooperación con Arabia Saudita, lo que requiere, inexorablemente, que se concluya lo que comenzó el gobierno de Yitzhak Rabin: la negociación que conduzca a la creación del Estado palestino.
Por esa deuda no saldada, la guerra contra el enemigo secular fue reemplazada por la guerra contra el enemigo ultrareligioso. Ese conflicto comenzó en 1982, tras la invasión al Líbano que llegó hasta Beirut para golpear la cabeza de la OLP y expulsarla a Túnez. Aquel triunfo militar fue celebrado en Israel, pero la sangre palestina que corrió en los campos de refugiados de Sabra y Chatila, hizo nacer Hizbolá, la milicia chiita que no priorizaba la guerra civil libanesa que había estallado en 1975, sino la guerra contra el Estado judío hasta su total aniquilación.
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Así llegó a las fronteras de Israel el imperialismo ultraislamista-chií que comenzó a construir el ayatola Ruholla Jomeini, desarrolló su sucesor Alí Jamenei y logró posteriormente apropiarse de un aparato terrorista sunita surgido de los Hermanos Musulmanes, la organización egipcia del fundamentalismo suní.
El único brazo sunita de Irán es Hamás. Posiblemente, no habría entrado en la órbita iraní de no haber sido derrocado Mohamed Morsi, presidente egipcio que llegó al poder por las urnas, tras la caída de Hosni Mubarak, con un partido perteneciente a los Hermanos Musulmanes. Pero Morsi fue derribado un año más tarde por el golpe militar que lideró el mariscal Abdelfatá al Sisi.
Matar a Yahya Sinwar fue el máximo logro israelí, tras haber asesinado a Ismail Haniye. Todas las muertes de líderes de Hamas, empezando por las de Ahmed Yassin y Abdelaziz Rantisi, generaron triunfalismo en Israel. Pero como otros líderes habían caído antes, ya no hay razón para descartar que surjan nuevos liderazgos, tal como el antiguo historiador griego Diodoro describió a la Hidra, monstruo mitológico de muchas cabezas de serpiente que volvían al crecer cuando eran cortadas.
Lo mismo puede ocurrir en Hezbolá. Si la muerte de Abbas Musawi no marcó su fin, lo mismo podría ocurrir con la muerte de Hassan Nasrala.
El verdadero fracaso de la teocracia persa y de Hezbolá, Hamás y demás tentáculos de Irán, se dará si Israel logra una gran victoria política. Y eso sólo ocurrirá sí acepta la “solución de dos Estados”, saca sus asentamientos de colonos implantados en Cisjordania y firma el Pacto de Abraham con los saudíes.
Sería la victoria total. Pero no es lo que parecen tener en mente Netanyahu y sus ministros fundamentalistas.