Si el régimen residual chavista no se resiente y debilita con el impacto de la distinción que Europa le lanzó como una bomba, es porque su autoritarismo es tan oscuro y miserable que lo inmuniza contra el pudor y la vergüenza.
Cuando la corta memoria y la levísima conciencia democrática de Latinoamérica comenzó a dejar solos a los venezolanos y a las figuras que pusieron a la vanguardia para recuperar el Estado de Derecho, el Parlamento Europeo anunció que los ganadores del Premio Sajarov son María Corina Machado y Edmundo González Urrutia.
Del otro lado del Atlántico apareció la voz que denuncia de manera más audible que los cuchicheos latinoamericanos, el ultraje a la voluntad popular que hizo Nicolás Maduro al proclamarse ganador de una elección que visiblemente perdió de manera abrumadora.
+MIRÁ MÁS: Murió el poderoso imán turco al que Erdogán mandó al exilio
Mientras tanto, el ganador de esos comicios está exiliado en España y la artífice de esa victoria histórica permanece en Venezuela, pero oculta, para no ser encarcelada como el grueso de los disidentes notables.
Mientras en la cumbre del BRICS, el dictador caribeño fue absurdamente reconocido como vencedor por Vladimir Putin, un autócrata que a sus rivales competitivos los encarcela o asesina, la eurocámara anunció que el Premio Sajarov de este año es para Machado y González Urrutia.
Bueno sería también que le hagan llegar a la camarilla decadente y brutal que impera en Venezuela la explicación de lo que significa una distinción que lleva el nombre del científico moscovita que primero colaboró con el Estado soviético y luego enfrentó su totalitarismo.
Andrei Dmitrievich Sajarov era un destacado físico nuclear que creía en el socialismo y, convencido de que debía ayudarlo a defenderse del poderoso capitalismo noroccidental, realizó aportes notables en el proyecto nuclear soviético. Pero más tarde comprendió la naturaleza totalitaria que se originaba en la ideología leninista y enfrentó a poder soviético al que le había nutrido sus arsenales con bombas atómicas y con la bomba de hidrógeno, que escaló la carrera armamentista desde la destructividad de los kilotones a híper-destructividad de los megatones.
Sin embargo, al convencerse de que el imperio al que aportaba su conocimiento no era benefactor del mundo sino tan o más nocivo que su enemigo occidental, cuestionó el armamentismo al que había contribuido y denunció con más claridad que el resto de las voces pacifistas que el desarrollo de los misiles implicaba un peligro existencial, porque en la era de los misiles intercontinentales cualquier guerra podía convertirse en un holocausto global.
Cuando en 1975 le otorgaron el Premio Nobel de la Paz, Sajarov ya era un disidente célebre al que la nomenclatura soviética marginó de la actividad científica, le prohibió las apariciones públicas y lo recluyó en el exilio interno enviándolo a la remota Gorki. A la distinción nórdica la fue a recibir su mujer, Yelena Bonner, porque a Sajarov se le impedía salir hasta de Gorki.
Aún estando silenciado y en el exilio interno, Andrei Sajarov era un referente mundial de los Derechos Humanos y de la lucha por el desarme nuclear, el pacifismo, la democracia y las libertades públicas e individuales.
Fue Mijail Gorbachov, en el marco democratizador de las reformas Glasnost y la Perestroika, quien lo llamó personalmente por teléfono a Gorki para anunciarle que recuperaba su libertad y los honores científicos que el totalitarismo le había quitado cuando se convirtió en disidente.
Su prestigio personal alimenta de valor el premio que lleva su nombre y que, antes de él, recibieron grandes luchadores por las libertades y la democracia, como Alexei Navalni, el líder de la disidencia que murió en una cárcel de Vladimir Putin, ese déspota belicista que felicitó a Maduro por su “triunfo”, mientras el Parlamento Europeo otorgaba su distinción a quienes lo derrotaron en las urnas que el dictador venezolano ultrajó.