Lo más relevante de las encuestas y los aportes de campaña no es la paridad entre los contendientes, sino el altísimo apoyo que en las clases medias, la de los workers, recibe el multimillonario y ultraconservador, en contraste con la notable diferencia a favor de la candidata progresista en los aportes de las grandes empresas norteamericanas. Una suerte de reino del revés si se tienen en cuenta que, sobre todo a partir del gobierno de Woodrow Wilson en la segunda década del inicio del siglo 20, el Partido Demócrata es el instrumento político de las clases medias y trabajadoras, mientras que el Partido Republicano es el favorito de Wall Street y los más acaudalados empresarios.
Más curioso resulta aún, siendo Donald Trump un clasista recalcitrante que supura racismo y misoginia. O sea, un magnate ostentoso que no promete nada a las clases medias y trabajadoras, porque sólo promete generalidades como “make América greate again”: hacer grane a Estados Unidos otra vez.
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En rigor es comprensible por dos razones que acaban fundiéndose en una sóla: Trump es un populista en los términos postulados por el ideólogo de los ultraconservadores, Murray Rothbard. La continuidad de un sistema que va degradando sutil pero sostenidamente la calidad de vida de los que no son millonarios, ergo la mayoría de norteamericanos, nutre el descreimiento de esas multitudes hacia la dirigencia política tradicional, integrada por conservadores y progresistas.
En síntesis, aun habiendo tenido gobernantes exitosos en el terreno del crecimiento económico, como Clinton, Obama y Biden, después de Jimmy Carter el partido de la centroizquierda no revirtió la paulatina pero continúa concentración de la riqueza en minorías cada vez más ricas, en detrimento de las clases medias cuyos ingresos han estado en suave pero constante declinación. Eso puso a la dirigencia demócrata en el mismo estante de la dirigencia republicana: la clase política tradicional (el “Estado profundo” del que habla Trump, “la casta”, como la llama Milei), abocada a sí misma y desconectada de la gente.
Por cierto, Trump es republicano y de ganar este martes será presidente por ese partido. Pero es percibido como un outsider de la política y eso es lo que lo hace generar expectativas en las clases medias y los trabajadores. Lo que no cambia la política tradicional, podría cambiarlo la anti-política. Esa es la esperanza de las mayorías que no son multimillonarias. Kamala Harris no es percibida como outsider ni como anti-política. El voto que la acompaña es del norteamericano que teme perder la democracia y el sistema de libertades, derechos y garantías a manos de un autócrata ultraconservador y partidario de la plutocracia: el gobierno de los ricos.
Por segunda vez, lo que se juega en las urnas norteamericanas es el sistema político. Cuando Donald Trump debutó en política venciendo a Hillary Clinton tras haber triunfado en las primarias del Partido Republicano, se trataba de un outsider conocido que despotricaba contra los vicios de la política tradicional y la decadencia de la clase dirigente. Pero cuando enfrentó a Joe Biden se convirtió en el primer mandatario norteamericano que intentó un fraude sobre la marcha del escrutinio, apretando a funcionarios estaduales como Brad Raffensperger, para que cambie a su favor el resultado en Georgia.
A renglón seguido, Trump pasó a ser el único presidente de la historia estadounidense que alentó a una violenta multitud para que tome por asalto el Capitolio y destruya el resultado de la elección que lo sacó de la Casa Blanca. Un intento liso y llano de golpe de Estado que causó cinco muertes y una mancha en los largos siglos de existencia de la democracia americana, que prácticamente comenzó a gestarse en las asambleas legislativas que, desde 1630, se realizaban en las colonias de Nueva Inglaterra.
Ahora es Kamala Harris la encargada de defender la continuidad de un sistema político que tiene siglos y que llevó a Estados Unidos hasta el rango de superpotencia mundial económica y militar. De tal modo, lo que se juega en las urnas este martes es la continuidad de lo existente o su reemplazo. Si el gobierno norteamericano sigue siendo un Estado de Derecho, en el que el presidencialismo está fuertemente limitado por el Poder Legislativo y por la Corte Suprema de Justicia, o se convierte en un régimen autocrático con un líder personalista y mesiánico, apoyado en grandes empresas monopólicas situadas por encima de las instituciones de la república.
Es lo que intentaría el propio magnate neoyorquino con su aliado Elon Musk, el empresario más rico del mundo que, en una nueva administración Trump, se encargará de rediseñar el Estado.
Durante su mandato comenzó a alterar la tradicional composición del Poder Judicial, donde siempre hubo equilibrios entre jueces supremos progresistas y jueces supremos conservadores. La Corte que dejó es marcadamente conservadora.
La idea que el candidato republicano tiene del presidencialismo, se parece más a la autocracia rusa que a las democracias noroccidentales. Lo ha planteado de manera explícita el propio magnate neoyorquino, desde los debates con los demás precandidatos en las primarias republicanas.
Trump aspira a ser la versión norteamericana de Vladimir Putin, ergo, se identifica con el autoritarismo ultraconservador del presidente ruso. Por eso a este proceso electoral, como a ningún otro en la historia, lo sobrevolaron dos sombríos interrogantes: ¿puede Estados Unidos convertirse en una dictadura? ¿será el de Trump un liderazgo abiertamente fascista?
No está claro si lo intentará nuevamente y si esta vez podrá transformar de fondo la república norteamericana. Tampoco si, una vez más, se lo impedirá la solidez institucional y la resistencia que le opusieron a sus instintos autoritarios desde el vicepresidente Mike Pence hasta los jefes militares y su jefe de Gabinete de la Casa Blanca, John Kelly, quien ha descripto las ideas de Trump como abiertamente fascistas. Lo que está claro es que eso es lo que hay en su cabeza.
Lo que tiene para ofrecer Kamala Harris no parece mucho. No es la comunista mediocre y negligente que describe su oponente ultraconservador, pero tampoco ha mostrado acercarse al destello de talento con que brillaron John Kennedy, Bill Clinton, Barack Obama y el propio Joe Biden hasta que la edad le trajo nubes y lagunas mentales.
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La de Harris ha sido una vicepresidencia gris. Sus discursos muestran una mujer inteligente y preparada, pero no una brillante intelectual ni la dueña de un liderazgo creativo de los que fortalecen un gobierno enriqueciendo la democracia. No obstante, lo que parece demandar este tramo tan complejo de la historia no es un estadista equivalente a lo que fueron Theodor Roosevelt y su primo en quinto grado Franklin Delano Roosevelt, ni una versión estadounidense de Winston Churchill o de Angela Merkel.
A Kamala Harris la historia parece demandarle, simplemente, impedir que un autócrata amoral y patológicamente ególatra, con escasa cultura y nula sensibilidad con lo humano, vuelva a intentar desde la Casa Blanca lo que intentó aquel trágico 6 de enero: destruir el Estado de Derecho para reemplazar la democracia por un régimen ultraconservador sin antecedentes en Estados Unidos.
Una plutocracia de empresas monopólicas que disponen de un CEO autoritario en el Despacho Oval. O sea, llevar a los norteamericanos a la dimensión desconocida.