A medida que envejecen y se agravan las calamidades que causan, las dictaduras se van volviendo paranoicas. Como se saben liderazgos esperpénticos y ven cómo los disfraces ideológicos se les van deshilachando con el tiempo y la decadencia política, social y económica que inexorablemente provocan, empiezan a ver intrigas, complots y conspiradores por todos lados.
El régimen residual chavista sólo es experto en detectar intrigas palaciegas y castigar apparatchiks que quieren sacar los pies del plato. Para eso ha sido adiestrado y es permanentemente asesorado por el G-2, aparato de inteligencia interior cubano. Pero si no encuentra conspiraciones reales, las inventa y se lanza a la caza de supuestos conjurados.
La paranoia es una de las hipótesis para explicar la detención en Venezuela de un ciudadano argentino que intentó ingresar de manera oficial (no clandestina) con todos los papeles en regla y un motivo claro como el agua: ver a su mujer y a su hijo.
¿Qué un miembro de la Gendarmería argentina cruce legalmente, con sus verdaderos documentos y no con documentación falsa, uno de los puentes que une Colombia y Venezuela, le parece al régimen equiparable a una invasión? ¿Por qué fue apresado Nahuel Gallo?
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Diosdado Cabello, el Ministro de Interior, Justicia y Seguridad, además de número dos de la dictadura, dijo que está bajo sospecha de espionaje. Pero el único argumento que expuso es que agentes del régimen ingresaron a su Instagram y vieron que ha viajado mucho por el mundo y que no se explica cómo puede viajar tanto alguien que gana quinientos dólares mensuales. Poco después, el canciller chavista Yván Gil Pinto, acusó a Nahuel Gallo de ser parte de un “plan terrorista” urdido por el presidente Javier Milei y su ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, pero nada añadió para sostener y dar alguna credibilidad a semejante acusación.
Demasiado poco para encarcelar a un ciudadano extranjero. Ni siquiera se justificaría deportarlo a la Argentina país, aunque, en última instancia, eso sería más razonable que detenerlo por el sólo hecho de intentar ingresar, de manera oficial y habiéndose presentado por motu propio ante funcionarios de inmigración.
Entonces, ¿cuál sería el objetivo de una decisión que no puede sino acrecentar el de, por sí grave, aislamiento del régimen residual chavista?
“Tenemos un plan que no podemos revelar”, dijo Edmundo González Urrutia con su voz serena y su mirada de abuelo cariñoso. Y a renglón seguido, afirmó que el 10 de enero ingresará a Venezuela y asumirá la presidencia que conquistó en las urnas y pretende robarle Nicolás Maduro.
Quienes lo escuchaban en Estrasburgo se habrán preguntado si de verdad puede enfrentar y doblegar a una dictadura adiestrada por el G-2 (aparato de inteligencia cubano) en descubrir y desmantelar conspiraciones internas, de probada eficacia para mantenerse a flote en las más duras tempestades.
¿Podrán un señor mayor y María Corina Machado, la mujer que lo llevó a ese campo de batalla, lograr lo que no lograron disidentes jóvenes con mucha energía y vitalidad, como Leopoldo López y Juan Guaidó? Ellos habían anunciado la “fase final del régimen” en abril del 2019, convencidos de que los militares que habían sumado a la rebelión arrastrarían al grueso de la alta oficialidad, pero todo acabó en la nada. Lo que había ingresado a una “fase final” era el liderazgo de López y Guaidó.
Si el carisma y el vigor juvenil de los líderes del partido Voluntad Popular se hicieron trizas contra la muralla que blinda a la dictadura ¿por qué podría derribarla un viejo diplomático al que les resulta imposible hablar con gesto amenazante y dar imagen de furia porque no sabe fruncir el seño ni mostrar agresividad verbal?
Quizá sea por eso mismo. Por su imposibilidad para disfrazar de ira flamígera su imagen de mansedumbre, es que el régimen ha comenzado a inquietarse por lo que pueda ocurrir el 10 de enero. Si no estuviera preocupado, no habría lanzado esta ola de detenciones de ciudadanos extranjeros.