En Qatar hay que escarbar varias capas de silencio para obtener una opinión política. Igual que sus vecinos en la Península Arábiga, los qataríes de política no hablan.
No hay una ley que se los prohíba expresamente, pero a nadie se le ocurriría opinar en voz alta sobre lo que hace y deja de hacer el emir Tamim Bin Hamad al Thani.
Por ejemplo, es posible que muchos qataríes que, aunque con mucho dinero, no tienen parentesco con la familia real ni palacios con inodoros de oro, habrán sentido una inmensa indignación por el absurdo y obsceno regalo que la dinastía Al Thani le hizo a Donald Trump, pero a nadie se le habrá ocurrido decir en voz alta eso que sintió.
A contramano del sentido común en un mundo donde campea el hambre y la miseria, la monarquía absolutista que impera en esa protuberancia geográfica que irrumpe en el Golfo Pérsico, le regaló un Boeing 747 al arrogante multimillonario que gobierna el país más rico del mundo. Un palacio flotante que cuesta más de 400 millones de dólares para un magnate que ya ostenta un avión gigantesco con su apellido a modo de rótulo en el exterior del fuselaje, además del Air Force One, la fortaleza aérea de la presidencia de los Estados Unidos.
Seguramente, muchos miembros de esa sociedad tan rica donde la clase baja está integrada por la mano de obra barata que el emirato trae de Africa y de India, Pakistán, Bangladesh y Nepal, entro otros países del Himalaya, habrán querido poner el grito en el cielo para manifestar indignación por esa afrenta a la lógica y la discreción. Pero se habrán tragado esa indignación porque el poder absolutista imperante no tolera la más mínima disidencia.
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En mis dos visitas a Doha, apenas si logré generar grietas en el muro de silencio por donde se filtraron algunos pareceres no dictados por la propaganda de la riquísima monarquía qatarí. Y armando frases como en un rompecabezas, lo que puede verse es que la clase política árabe tiene la sensación de estar viendo la extraña escena de un gobernante israelí que está dentro de un pozo y se esmera en seguir cavando, con lo cual sólo cabe esperar que se hunda aun más, hundiendo con él a su país.
Frente a la criminal guerra de exterminio que Benjamín Netanyahu lleva a cabo en la Franja de Gaza, los dirigentes árabes parecen seguir la lógica táctica de Napoleón: “si ves a tu enemigo cometiendo un error, no lo interrumpas”.
Trump ya prescinde del primer ministro israelí a la hora de tratar con Hamás. Los bombardeos de saturación con que Netanyahu destruyó la anterior tregua reclamada por el jefe de la Casa Blanca, agravaron la espeluznante estadística que describe la magnitud de la tragedia del pueblo gazatí, sin haber logrado la rendición de Hamás.
Poco importa que la organización terrorista que gatilló esta guerra con el pogromo sanguinario del 7 de octubre del 2023 sea corresponsable de la catástrofe humanitaria, porque su objetivo era precisamente que el gobierno extremista de Netanyahu criminalice a Israel diezmando brutalmente a la población civil de Gaza.
A Hamás nadie le exige que proteja a la población civil o que se rinda para que la maquinaria exterminadora de Netanyahu se detenga. A nadie le interesa que la tragedia que viven los civiles palestinos en esa tierra devastada sea precisamente el logro estratégico de Hamás en su esfuerzo para que Israel sea considerado un estado genocida.
Lo que importa es que Netanyahu sigue agigantando la sombra que oscurece a Israel y lo aísla en el mundo.

Muchos dirigentes árabes no pueden creer lo que están viendo. Jamás habrían imaginado un gobierno tan lunático y autodestructivo en Israel. Un líder ultraconservador que convirtió el gobierno en una guarida donde esconderse de los juicios por corrupción que lo atraparían si la coalición gubernamental cayera, convertido en rehén de sus socios fundamentalistas dispuestos a sacrificar su gobierno y sentarlo en el banquillo de los acusados si pone fin a la operación atroz que está diezmando a la población de Gaza.
Netanyahu está dentro de un pozo y sigue cavando. Sus socios fundamentalistas creen que hay genocidio sólo si las víctimas son judías, pero no si son musulmanas o de cualquier otra identidad étnica y religiosa. Pretenden que el mundo acepte esa lógica absurda y, para lograrlo, disparan a mansalva la acusación de “antisemita” a todos los que repudian la muerte masiva de niños y reclaman que cesen de inmediato las masacres.
Lo único que está logrando el gobierno de Israel y los lobbies que lo representan en el mundo, es banalizar un concepto inmensamente necesario, que no debe ser bastardeado por un grupo de guerreros inescrupulosos que lo usa en defensa propia.
Usar el antisemitismo del peor modo posible, y el más anti-judío, es lo que hizo que, en su momento, José Saramago se refiera a cierta dirigencia israelí como “rentistas del holocausto”.
Hasta Trump se hartó de Netanyahu. Por eso pactó por su cuenta con Hamás la liberación de un rehén norteamericano, negocia con Irán un acuerdo nuclear en términos cuestionados por Netanyahu, se reunió en Ryad con Ahmed al Sharaa, líder sirio al que el primer ministro considera enemigo de Israel, y desde allí viajó a Doha para recibir el insultante regalo que le hizo el régimen qatarí que financió a Hamás y asiló a Ismail Haniye y otros jefes de esa organización criminal, en lujosos departamentos con vista al Golfo Pérsico.
Seguramente, no es una ruptura definitiva. En algún momento se verá el renacimiento de la alianza. En definitiva, fue una negligencia de Trump haber pensado que al líder del Likud le interesa alguna otra cosa que no sea mantenerse en el poder, aunque eso se consiga destruyendo y criminalizando la imagen de su país en el mundo.
El enojo de Trump con Netanyahu es otra señal potente y reveladora sobre la deriva israelí en manos del gobierno que más daño ha causado al Estado judío y al judaísmo mundial en toda su historia.