Trump recurrió a fuerzas militares para reprimir las protestas que estallaron en Los Ángeles contra las redadas del ICE sobre los inmigrantes. No ocurre por primera vez. La Guardia Nacional fue desplegada en Alabama en 1965 por el presidente demócrata Lindon Johnson. Lo mismo hizo el presidente republicano George H. W. Bush en 1992, también en la ciudad de Los Ángeles.
La diferencia es que Johnson desplegó la fuerza militar en Alabama para proteger a los manifestantes de la brutal represión que efectuó la policía estadual por orden del gobernador George Wallace, un recalcitrante partidario del segregacionismo que ordenó abrir fuego contra la marcha por los derechos civiles que se encaminaba desde Selma hacia Montgomery, en lo que quedó en la historia norteamericana como el “Domingo Sangriento” por la cantidad de muertes que causaron las balas policiales.
De tal modo, el envío de la Guardia Nacional por parte de aquel presidente demócrata no fue una medida represiva sino lo contrario. Y también una medida anti-racista. La primera utilización de fuerzas militares dispuesta por un gobierno federal sin el pedido ni la autorización del gobierno estadual.
En el uso de la Guardia Nacional dispuesto por Bush padre en 1992, hubo un pedido de las autoridades locales. Tanto el gobernador republicano de California como el alcalde negro y demócrata de Los Ángeles solicitaron fuerzas federales para aplacar los masivos disturbios que estallaron cuando una corte local absolvió a los policías que habían golpeado brutalmente y sin motivo al taxista afroamericano Rodney King en 1991.
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Tanto el “Domingo Sangriento” de Alabama como la paliza al taxista en California fueron crímenes racistas. Pero ni Lindon B. Johnson ni George Herbert Walker Bush fueron gobernantes racistas. El caso del presidente demócrata fue incluso lo contrario, porque había sido parte de las políticas antisegregacionistas del gobierno de John Fitzerald Kennedy, de quien había sido vicepresidente.
En cambio Donald Trump ha impulsado una política de deportaciones masivas de inmigrantes que incluyen verdaderas cacerías de brujas efectuadas por el ICE (Servicio de Inmigración y Control de Aduanas).
Esas cacerías humanas comenzaron durante su primer gobierno, cuando miles de niños fueron separados de sus padres tras ser capturados en la frontera con México. Y no sólo en la brutalidad con que aplica la persecución de deportación de inmigrantes hay señales de racismo en el actual jefe de la Casa Blanca. Trump ha dado otras señales de racismo. Por ejemplo, su equiparación entre los manifestantes del Ku Kux Klan y ultraderechas partidarias del segregacionismo racial, y quienes defendían la remoción de un símbolo racista en Charlottesville, en el estado de Virginia.

Como efecto secundario de las protestas provocadas por el asesinato policial de George Floyd en Minneápolis y las masivas protestas que comenzaron en esa ciudad de Minnesota y se expandieron a muchas otras del país, la Corte Suprema de Virginia decidió remover la estatua del general Robert Lee que se encontraba en el centro de Charlottesville. Violentos manifestantes racistas defendieron el monumento al militar que comandó al ejército de los confederados sureños que se levantaron contra la abolición de la esclavitud aprobada por el gobierno federal. Contra esos manifestantes chocaron manifestantes antirracistas y, desde el Despacho Oval, Trump tomó una posición neutral entre ambos bandos y equiparó las manifestaciones racistas con las antirracistas.
A eso se suma haber llamado “agujeros de mierda” a países como Haití y otras actitudes que explican por qué ahora el envío de guardias nacionales y también marines a reprimir protestas de inmigrantes en Los Ángeles, es visto por gran parte de los norteamericanos como una medida de corte racista.
Ciertamente, en el inmenso núcleo duro del trumpismo, esto no le resta apoyo sino que, por el contrario, lo fortalece. Lo sabe bien el magnate neoyorquino, por eso sumó marines a la Guardia Nacional. Lo que quizá no esté calculando bien es una contraindicación política en lo que está haciendo en California.
Gavin Nowson es el popular y apuesto gobernador de ese estado. Pertenece al Partido Demócrata, la fuerza política que ha quedado huérfana de liderazgo desde la derrota de Kamala Harris. Newsom no solicitó ni aprobó la intervención militar en Los Ángeles, sino que por el contrario denunció a Trump por violar la soberanía de California y se mantuvo confrontándolo durante los agitados días de protesta y represión. De tal modo, fueron las medidas de Trump las que lo pusieron en el centro del escenario político, lugar donde Newsom podría convertirse en el gran antagonista del gobierno ultraconservador y llenar el vacío de liderazgo que padecen los demócratas.