Las fronteras llevan más de cinco meses cerradas. Los desplazamientos internos en todo el país también están prohibidos. Visitar o recibir a un familiar, amigo, amante, o quien sea, es un acto que puede ser sancionado con severidad. El Estado se entromete en el sagrado territorio de la intimidad. Las autoridades animan a la población a denunciar a los hipotéticos transgresores de las disposiciones de la cuarentena. Son apenas algunos de los muchos aspectos del presente que muestran que la Argentina avanza velozmente en la adopción de un modelo autoritario.
En este contexto, el caso de Solange Musse y su muerte lejos de su papá se convierte en un símbolo, el ejemplo que ilustra cabalmente que en el país se han anulado de golpe los derechos más elementales en cualquier sociedad democrática.
Fronteras interiores
El domingo pasado, Pablo Musse se topa en la ruta nacional 35, en las afueras de Huinca Renancó, la puerta de entrada a Córdoba desde el sur del país, con el control sanitario que instaló el gobierno en todos los accesos al territorio provincial. Ahí no puede acreditar que esté libre de coronavirus y lo mandan de vuelta a su casa, en la localidad neuquina de Plottier, a 730 kilómetros del lugar. No importa que explique que su viaje, con destino a la capital de Córdoba, a apenas 400 kilómetros del retén, es para acompañar a su hija agonizante. Para darle un último abrazo, una última caricia, una última mirada. Para compartir, quizás, la charla final, o el adiós con un cruce de miradas.
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Se impone maquinalmente el protocolo, plagado de incomprensibles regulaciones. Pablo relata un calvario atroz en su viaje de regreso a Neuquén, junto a una tía discapacitada de Solange. Atraviesan La Pampa y parte de Río Negro sin escalas permitidas ni siquiera para ir al baño. Escoltados por patrulleros.
El drama se difunde en la edición de Arriba Córdoba del martes, con el relato angustiado de Pablo describiendo la situación. El miércoles, en el mismo programa, el impacto se amplifica cuando la periodista de El Doce Roxana Martínez, combinando rigor y sensibilidad en las proporciones justas, entrevista a Solange desde el móvil y lee su conmovedora carta. Vista ahora, conocido el desenlace, es una de las escenas más desgarradoras que se hayan televisado jamás.
El viernes a la mañana se confirman la muerte de Solange y el resultado negativo de las pruebas de Covid-19 de Pablo. A la tarde, el juez federal Bustos Fierro autoriza al padre a que ingrese a territorio cordobés para asistir al velorio de su hija. El sábado, en una ceremonia íntima, los restos de Solange son cremados. Pablo llevará las cenizas al mar, cerca de Las Grutas, en Río Negro. El caso estremece a la sociedad argentina.
Las autoridades cordobesas se justifican en la falta de un certificado que probara la ausencia de coronavirus en el organismo del viajero, y en los resultados dudosos de dos exámenes rápidos que le hicieron en el límite interprovincial. Argumentan que son requisitos impuestos en el tan mentado protocolo, ese que necesita una urgente flexibilización. Una nueva versión, alejada del pánico inicial de la pandemia, que apueste por el comportamiento razonable de la gente, por el sentido común. Dicho sea de paso, el sesgo opresivo de la cuarentena argentina se dejaba ver desde el inicio, en las amenazas de sanciones, en las prohibiciones excesivas comparadas con las del resto de las democracias, en el ridículo empoderamiento de las fuerzas de seguridad. También en el inhumano tratamiento a pacientes y allegados.
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Un ejemplo, entre tantos, es el de una de las víctimas del geriátrico de Saldán, que tampoco pudo despedirse de sus familiares. Es más, su hijo atribuyó la muerte al aislamiento absoluto al que fue sometida su madre antes que al coronavirus. Hay decenas de hay casos así, que pasan inadvertidos. También dramas como el del abrazo prohibido entre Solange y Pablo, de enorme impacto a partir de una cobertura televisiva certera.
No hay derecho
"Hasta el último suspiro tengo mis derechos", escribió Solange en la ya imborrable carta, escrita a mano con lucidez y valentía, cuatro días antes de morir. Dolorosamente, no fue así. Sus derechos fundamentales, como los de la mayoría de la población argentina, están anulados por el tiempo indeterminado de la insólitamente extensa y opresiva cuarentena argentina.