"¿Qué es eso, mamá?".
Cómo explicarle a mi hijo de 12 años, nacido en medio de computadoras, de teléfonos celulares, de shoppings, de historias de renos y demás, que ese Niñito Dios era para nosotros la ilusión que empezábamos a hilar dos o tres meses antes de Navidad.
Tendría que contarle, que desde muy temprano en el año, primero ensayábamos mentalmente, y luego a través de la cartita, lo que finalmente íbamos a pedir de regalo, sin importar el peso o el precio. Mamá y papá eran colaboradores incondicionales de ese niño, que por fin me traería lo que no me habían podido comprar mis padres hasta ese momento.
Me puse a pensar: ¿formaría yo, parte de esa generación, de ese eslabón perdido, que permitió que pasáramos de la modestia de ese bebé del pesebre, a la ostentación de árboles llenos de brillos y luces? Todos sin cartita previa, la mayoría cargados de decenas de paquetes con moños, pero sin alma.
¿Cuándo pasamos, sin reparar en esa pérdida, de pedir el jueguito de mate, de cocina, las muñequitas yoly bell, las ambulancias y los camiones de bomberos, al mejor teléfono celular, la X-box, o las mejores zapas que se venden en Estados Unidos?
Me pregunto: ¿cuándo pasamos, sin reparar en esa pérdida, de pedir el jueguito de mate, de cocina, las muñequitas yoly bell, las ambulancias y los camiones de bomberos, al mejor teléfono celular, la X-box, o las mejores zapas que se venden en Estados Unidos? Ni las distancias ya son un problema. Ahora nos cuentan por televisión que Papa Noel tiene secretarios en todas partes.
Cuando era chica, sentía que la carrera de mis padres era para que mi cartita llegase a tiempo a destino. Hoy se corre otra competencia.
Es la lucha contra el tiempo que ya nunca nos alcanza. Contra la gula, que exige que sirvamos más y más a la mesa, hasta perder conciencia si, después de las 12, lo que sobró fue a parar a algún mendigo que pasaría esa noche sin un trozo de pan, o directamente al tacho de la basura.
Siento que el verdadero valor de oro, no es lo que se ve, sino lo que subyace. Y tal vez no se lo estamos haciendo ver a la generación de los chicos sin cartita.
Siento que hay gestos que debiéramos recuperar en la Navidad. Aún cuando la modernidad nos imponga dejar atrás para siempre la historia de nuestro Niño Dios.
Porque de eso se trata. De volver a vernos, o mejor, de volver a encontrarnos con aquellos que elegimos en esta vida.
¿Cómo encontrar en estas fiestas la oportunidad para perdonar a quien nos ofendió? Estaría bueno intentarlo. O volver a abrirle la puerta al amigo que se alejó. O al hermano con el que discutimos feo por política, religión o dinero.
¿Y recuperar el abrazo y el saludo que perdimos con el WhatsApp? O volver a las fiestas de multitudes, en donde se mezclaban el abuelo, el hermano del abuelo, los tíos, sobrinos, nietos, los hijos, los yernos, nueras y hasta los perros.
Porque de eso se trata. De volver a vernos, o mejor, de volver a encontrarnos con aquellos que elegimos en esta vida. Le devolvamos a esa noche, algo de especial. No hagamos de la Navidad un lugar común, sólo para intercambiar obsequios y reojear las miserias que les pudimos descubrir al otro. Sino para sentir que estamos vivos, que estamos bien, que podemos celebrar sin tanta cosa.
Tal vez equivoqué mi pregunta. Tal vez equivoqué mi planteo. Debería haber empezado por contarle a mi hijo de la pobreza en que vivía el Niño Dios y su familia, y la grandeza de esa imagen. Con poco fueron felices. Con menos sobrevivieron. El amor los hizo fuertes. No tenían bienes, solo el establo y sus animales.
Ya no se escriben cartas al Niño Dios en mi casa. Debo aceptarlo para siempre. Pero voy a aferrarme a la esperanza de que alguien que lea conmigo esta nota pueda rescatar algunos valores que traía consigo esta historia, con la sana costumbre de escribir nuestros sueños en papel.