En mi caso, y en la gran mayoría de los otros compañeros, una patrulla del Ejército allanó mi departamento y me llevaron detenido al Cabildo, por entonces la Jefatura de Policía dónde funcionaba la temible patota del D2.
Como lo atestigua la foto, eso ocurrió una madrugada del 29 de noviembre de 1975, en plena democracia del gobierno peronista de María Estela Martínez de Perón.
Servicios, dobles agentes, infiltrados, en definitiva espías que se hacían pasar como estudiantes en las facultades y como trabajadores en las fábricas, hacía tiempo que venían delatando a gremialistas y activistas, a políticos, militantes, a miembros de la guerrilla, a dirigentes estudiantiles, a estudiantes en general, con y sin pertenencia a las agrupaciones y/o tendencias de esa época.
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El final es conocido. Miles terminaron fusilados o desaparecidos. Otros lograron sobrevivir en el exilio. En mi caso y en el de otros compañeros, aún con el miedo que el terrorismo de Estado infundió en toda la sociedad, fuimos reincorporados y pudimos terminar nuestros estudios. Lo más importante, más allá de las comprensibles diferencias que cada uno hace de los años 70, es que ahora podemos contarlo. Y no es poca cosa.
Vueltas de la vida
Una copia de aquella resolución militar me la alcanzó, por medio de mi hija Laura, docente de la carrera de Antropología, su alumno Enrique Torres Castaños. Lo conocíamos como “Quiquín”. Por entonces, en 1974/1975, en tercer año de la Facultad, presidente del Centro de Estudiantes de Ciencias de la Información, marchó el exilio en 1976 y recién pudo regresar ocho años después. Hoy está terminando sus estudios de Sociología.
Aquellos fueron tiempos violentos. La huella del terror no se olvida. Cuando realizamos el informe que acompaña este nota, “Secretos revelados”, tres de los cinco compañeros detenidos aquella madrugada, pese a que habían pasado casi 40 años, no quisieron darme su testimonio porque todavía les rondaba el miedo que sintieron aquella vez.
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