A 180 kilómetros al norte de Córdoba Capital, San José de las Salinas es la puerta de ingreso a un mar de sal: 220.000 hectáreas que abarcan las Salinas Grandes de Córdoba.
Ropa cómoda, anteojos de sol, protector solar, buen calzado y mucha agua, son las recomendaciones del guía para una caminata grupal en esa porción de tierra blanca. Los pasos crujían la sal y las miradas buscaban un punto de referencia en ese horizonte infinito, hasta que empezamos a vislumbrar un espejo de agua.
Llegamos a una laguna formada por las lluvias, así que “chau zapatillas”, “chau medias” y “al agua patas”. Fue como caminar por arriba del agua, con una hermosa sensación en los pies al pisar la sal y estar en contacto directo con la naturaleza.
Naturaleza que estaba en su máxima expresión: el sol empezaba a bajar para regalarnos un atardecer soñado, mientras que a nuestras espaldas salía la luna llena que se preparaba para ser la protagonista. No sabíamos para dónde mirar, y la aventura recién empezaba. Así, con sal hasta en la cara, nos preparamos para el eclipse. Fogón, algo rico para comer, un ratito de descanso en carpas o en el auto, y a ubicar las cámaras y los telescopios.
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Eran pasadas las 4 de la mañana cuando la Tierra empezó a interponerse entre la Luna y el Sol, bloqueando los rayos solares y dando inicio al esperado fenómeno. A simple vista vimos cómo la Luna iba desapareciendo del cielo estrellado. Momento que nos hizo sentir tan pequeños como un granito de sal, pero tan grandes como la inmensidad del salar.
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El pico máximo llegó a las 6:02 cuando el satélite se había cubierto en un 97,4 %, y se teñía con tonos rojizos por efecto de la atmósfera. Mientras tanto, el cielo se empezó a aclarar y el amanecer se asomaba del lado opuesto. El ciclo se repetía y, otra vez, no sabíamos a dónde mirar.
Dormimos poco, comimos poco, pero como en la vida misma, fue la sal la que le dio gusto y un toque especial a la experiencia única.